Sé que Luisa y yo nos queremos, siempre nos hemos querido; a nuestra manera. El amor es un campo muy extenso para reducirlo a un proceso de idealización del otro y a un intercambio decreciente de deseo. Digo decreciente porque la idealización, el altruismo sublimativo con que al principio al menos vemos a la otra persona pronto choca con el sano egoísmo de dar por sentado que también ella nos ve así o debería; tendría que ser así, pero ¿y si no? Y esa pregunta inevitable y dolorosa introduce la duda en la hasta entonces inmaculada relación afectiva.
Y la duda lo echa todo a perder, incluso el deseo (o empezando por el deseo). Pero esto solo se da en aquellos que, como he dicho, reducen el infinito registro amoroso a un infantil babeo contemplativo y a una serie finita de cópulas con diferentes grados de disfrute y que acaban por ser un mecanismo reflejo que justifica y cifra la relación amorosa.
Luisa y yo siempre supimos que el amor eterno, el que sobrevive a los amantes y perdura en líricas que se narran o escriben desde los anales del ser humano, ese amor solo es posible si la muerte acude a tiempo e impide la perversión de los sentimientos, la putrefacción de lo sublime, el ocaso de lo sagrado. Los amantes deben decidir cuanto antes su propia extinción en aras de su amor. Por eso, y sabiendo cada uno que el otro hará lo propio, no dejamos de pensar en asesinarnos. Me explico. Yo tengo que matar a Luisa y ella lo sabe, como yo sé que ella me tiene que matar a mí. Pero aquí, como en el orgasmo, lo difícil es lograr la simultaneidad. Porque si no se diese esa simultaneidad nuestro amor habrá sido un fracaso.Tenemos que asesinarnos -no suicidarnos, ojo- al mismo tiempo y eso requiere una completa ignorancia por parte de ambos de las intenciones concretas del otro, del momento elegido por cada uno para matar al otro, aunque ese momento deba ser paradójicamente el mismo.Difícil, ¿verdad?
Es un proceso devastador que pone a prueba el amor que sentimos sacando de cada uno lo peor. Rencor, celos, envidia, sobre todo odio. Llegas a detestar al otro con toda tu alma, porque lo quieres con toda tu alma, y así como el amor reclama vida, tiempo, el odio solo persigue la aniquilación, de ahí que el amor se convierta por momentos en odio, porque solo con odio se mata y es preciso odiar a quien amas si lo quieres muerto. Hace unas pocas semanas contraté a un detective para que siguiera a Luisa y me mantuviese informado de cada uno de sus movimientos. Hoy me ha informado de que ella ha contratado a otro detective con el mismo fin. Cada uno sabemos puntualmente lo que hace el otro, así que el elemento sorpresa queda anulado, a no ser... A no ser que alguno logre engañar al otro sin engañarlo de veras; es decir, hacer como que lo engaña y que el otro le siga el juego.Sería una especie de acuerdo sobreentendido, porque no podemos acordar nada, violaría las reglas del juego.
Mañana llevaré a Luisa al circo, disfruta como una niña cuando tenemos oportunidad de ir. El número del lanzador de cuchillos le fascina. A través del detective he sabido que el tipo que lo pone en escena, un tal Mandoletti, es corrupto. Cuando Mandoletti pida un voluntario del público Luisa será la elegida, un foco enorme dirigirá un haz de luz hacia donde esté sentada y el showman la invitará a subir (no podrá negarse, pero entonces sabrá que lo he preparado yo, ¿lo tendrá presentido? Por nuestro amor, espero que sí, que me dé la réplica a tiempo) y le lanzará los cuchillos uno a uno y fallará todos los cuchillos excepto uno: el que la matará.
Sentados en nuestros asientos, disfrutamos del espectáculo circense. Una orquesta de luces y un estruendo anuncian el número de Mandoletti.Tras unas palabras grandilocuentes cuyo fin es crear la máxima expectación un foco se detiene y un enorme haz de luz se congela sobre Luisa. Ella sonríe nerviosa, me mira, me guiña un ojo, se levanta y va hacia el escenario. Todo sucede como se planeó. El último cuchillo siega la yugular de Luisa y un chorro de sangre fluye con violencia de su garganta. El público chilla, muchos se levantan y corren despavoridos desoyendo la petición de calma que brama un altavoz. Una cortina se incendia debido a un cable cortocircuitado. La desbandada es infrenable. Me siento pisoteado,zarandeado como una marioneta. Alzo la mirada desde el suelo y veo unzapato de mujer sobre mi cara. Miro por entre las sombras el escenario y veo a Luisa con la cabeza ladeada, una débil mueca de contrariedad dibujada en su semblante lívido. Es ese preciso instante el pie de la mujer cae con fuerza y el tacón de aguja del zapato me atraviesa la garganta, me siega la yugular, sangro a chorros. Me levanto como puedo hasta que Luisa me ve desde la distancia. Antes de morir una sonrisa deforma su rostro y, con un último suspiro, muere en paz.
Me voy muriendo con perplejidad. Ha sido el azar, no la sincronía premeditada, el que ha obrado el milagro. Ella no supo sospechar, su amor pudo con el odio; Dios la bendiga. Entre penumbras distingo el rostro sonriente de Mandoletti. Se saca de los bolsillos de la chaqueta sendos fajos de billetes que sostiene frente a mí con ambas manos. Me guiña un ojo.
Y la duda lo echa todo a perder, incluso el deseo (o empezando por el deseo). Pero esto solo se da en aquellos que, como he dicho, reducen el infinito registro amoroso a un infantil babeo contemplativo y a una serie finita de cópulas con diferentes grados de disfrute y que acaban por ser un mecanismo reflejo que justifica y cifra la relación amorosa.
Luisa y yo siempre supimos que el amor eterno, el que sobrevive a los amantes y perdura en líricas que se narran o escriben desde los anales del ser humano, ese amor solo es posible si la muerte acude a tiempo e impide la perversión de los sentimientos, la putrefacción de lo sublime, el ocaso de lo sagrado. Los amantes deben decidir cuanto antes su propia extinción en aras de su amor. Por eso, y sabiendo cada uno que el otro hará lo propio, no dejamos de pensar en asesinarnos. Me explico. Yo tengo que matar a Luisa y ella lo sabe, como yo sé que ella me tiene que matar a mí. Pero aquí, como en el orgasmo, lo difícil es lograr la simultaneidad. Porque si no se diese esa simultaneidad nuestro amor habrá sido un fracaso.Tenemos que asesinarnos -no suicidarnos, ojo- al mismo tiempo y eso requiere una completa ignorancia por parte de ambos de las intenciones concretas del otro, del momento elegido por cada uno para matar al otro, aunque ese momento deba ser paradójicamente el mismo.Difícil, ¿verdad?
Es un proceso devastador que pone a prueba el amor que sentimos sacando de cada uno lo peor. Rencor, celos, envidia, sobre todo odio. Llegas a detestar al otro con toda tu alma, porque lo quieres con toda tu alma, y así como el amor reclama vida, tiempo, el odio solo persigue la aniquilación, de ahí que el amor se convierta por momentos en odio, porque solo con odio se mata y es preciso odiar a quien amas si lo quieres muerto. Hace unas pocas semanas contraté a un detective para que siguiera a Luisa y me mantuviese informado de cada uno de sus movimientos. Hoy me ha informado de que ella ha contratado a otro detective con el mismo fin. Cada uno sabemos puntualmente lo que hace el otro, así que el elemento sorpresa queda anulado, a no ser... A no ser que alguno logre engañar al otro sin engañarlo de veras; es decir, hacer como que lo engaña y que el otro le siga el juego.Sería una especie de acuerdo sobreentendido, porque no podemos acordar nada, violaría las reglas del juego.
Mañana llevaré a Luisa al circo, disfruta como una niña cuando tenemos oportunidad de ir. El número del lanzador de cuchillos le fascina. A través del detective he sabido que el tipo que lo pone en escena, un tal Mandoletti, es corrupto. Cuando Mandoletti pida un voluntario del público Luisa será la elegida, un foco enorme dirigirá un haz de luz hacia donde esté sentada y el showman la invitará a subir (no podrá negarse, pero entonces sabrá que lo he preparado yo, ¿lo tendrá presentido? Por nuestro amor, espero que sí, que me dé la réplica a tiempo) y le lanzará los cuchillos uno a uno y fallará todos los cuchillos excepto uno: el que la matará.
Sentados en nuestros asientos, disfrutamos del espectáculo circense. Una orquesta de luces y un estruendo anuncian el número de Mandoletti.Tras unas palabras grandilocuentes cuyo fin es crear la máxima expectación un foco se detiene y un enorme haz de luz se congela sobre Luisa. Ella sonríe nerviosa, me mira, me guiña un ojo, se levanta y va hacia el escenario. Todo sucede como se planeó. El último cuchillo siega la yugular de Luisa y un chorro de sangre fluye con violencia de su garganta. El público chilla, muchos se levantan y corren despavoridos desoyendo la petición de calma que brama un altavoz. Una cortina se incendia debido a un cable cortocircuitado. La desbandada es infrenable. Me siento pisoteado,zarandeado como una marioneta. Alzo la mirada desde el suelo y veo unzapato de mujer sobre mi cara. Miro por entre las sombras el escenario y veo a Luisa con la cabeza ladeada, una débil mueca de contrariedad dibujada en su semblante lívido. Es ese preciso instante el pie de la mujer cae con fuerza y el tacón de aguja del zapato me atraviesa la garganta, me siega la yugular, sangro a chorros. Me levanto como puedo hasta que Luisa me ve desde la distancia. Antes de morir una sonrisa deforma su rostro y, con un último suspiro, muere en paz.
Me voy muriendo con perplejidad. Ha sido el azar, no la sincronía premeditada, el que ha obrado el milagro. Ella no supo sospechar, su amor pudo con el odio; Dios la bendiga. Entre penumbras distingo el rostro sonriente de Mandoletti. Se saca de los bolsillos de la chaqueta sendos fajos de billetes que sostiene frente a mí con ambas manos. Me guiña un ojo.
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