(Para Francisco Machuca, amigo y escritor excelente)
El zombi no es, como dicta la sabiduría
popular -que en latín mal traducido vendría a ser “el pueblo
sabio”-, un muerto en vida, sino un vivo muerto. Y aquí aparece el
lío, porque desde lo más remoto del tiempo se ha creído, se ha
querido creer en la resurrección, en la vuelta a la vida, sea la
misma o distinta, sea como humano o como trilobite. La necesidad, la
urgencia de eternidad siempre ha estado en la base de las religiones,
tal vez por eso el fanatismo que toda religión, tarde o temprano,
acaba por desatar. Vivir para siempre, sin considerar lo desmesurado
de una vida eterna -porque la eternidad, así en abstracto y a bote
pronto, puede parecer un don divino, pero sopesando sus efectos
colaterales uno no puede sino sentir vértigo ante una inevitabilidad
que acabaría por convertirse en condena, quizá en la peor de las
condenas- es eternizar en vida lo concebido par tener un fin. Porque
una vida sin final terminaría siendo una monotonía
aterradora y lúgubre, un desierto sin límites, una montaña sin cima, una cárcel brutal. Pero volviendo al zombi, al zombi de verdad y no
el de las películas ramplonas que quieren asustar con mucho
maquillaje macabro y solo si acaso lo consiguen de manera indirecta
con muchas dosis de mediocridad y una muy lamentable falta de
ingenio, pues ese zombi que es, como ya he dicho antes, no un muerto
en vida sino un vivo muerto, es el zombi que más juego daría como
personaje de película, como protagonista de novelas y relatos, como
objeto y sujeto de pinturas o cuadros; pero también como albañil,
fresador, minero, gánster, bombero, decorador, ortodoncista, jefe de
gobierno, rey y hasta enterrador. Porque ese zombi que es un vivo
muerto es un personaje cotidiano y vulgar, un tipo que aparece en
todas partes. Se le ve casi siempre cuando miramos nuestra imagen en
los espejos.
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Un fuerte abrazo