Elegí el hotel porque su
fachada no afectó a mi ánimo. Nada vi en ella que me predispusiera
a favor o en contra de aquel establecimiento por mor de alguna tecla
secreta de mi subconsciente sutilmente tocada por aquella
contemplación. Así que entré, me inscribí (con nombre falso, como
siempre), me instalé en la habitación que me asignaron dejando la
maleta en el suelo y lanzándome a la cama con la avidez de quien se
hunde en las aguas de un río un mediodía ardiente de verano. Cuando
desperté ya era de noche, una noche estrellada de verano apenas
menos calurosa que la tarde. Abrí el balconcillo que daba a la playa
y encendí un pitillo acodado en la baranda. Había un paseo marítimo
estrecho y mal iluminado por donde se veían caminar parejas y correr
a viejos mal informados sobre las virtudes del deporte a cierta edad.
Al fondo, el mar donde se reflejaban, rieladas, las luces estelares.
Tiré la colilla y entré en la habitación para tomar una ducha.
Entonces escuché los pasos, unos pasos que resonaban en el techo con
la fuerza y el ritmo enérgico de una marcha militar. ¿Quién estará
desfilando a estas horas?, pensé tontamente. El calor pudo más que
mi curiosidad y entré al baño. Tras una larga y deliciosa ducha
volví a la habitación en albornoz y con el pelo empapado y limpio
(después de tanto tiempo). Me tumbé en la cama y miré al techo con
interés pero los ruidos habían cesado. No quise encender otro
pitillo y me quedé dormido más por costumbre que por verdadero
sueño.
A la mañana siguiente, ya
vestido y afeitado, bajé a tomar el desayuno en el buffet del
comedor. Me senté en una mesa junto a la cristalera desde donde se
veía el mar, algo alborotado a pesar del cielo soleado por un viento
a rachas que molestaba a los paseantes mañaneros al lanzar
arremolinada la arena de la playa contra el paseo. Los corredores de
avanzada edad tenían que desistir de su lucha contra el colesterol
para evitar el torpedeo menudo pero lacerante de los granos de arena
enfurecida refugiándose donde podían. Uno de ellos, con una
vestimenta de acentuado mal gusto entró al vestíbulo del hotel, y
como el comedor estaba justo al lado no tardó en tomar mesa y pedir
un café y un refresco. Estábamos los dos solos en el comedor y
nuestras mesas no quedaban alejadas entre sí; además, al tomar
asiento quedó frente a mí, tal vez por la prisa con que lo hizo, la
gente tiende a esquivarse en esas situaciones. Así que tras algunas
miradas esquivas no pudimos sino saludarnos con una inclinación de
cabeza y una sonrisa breve. Yo traté de volver la mirada al mar y a
los remolinos de arena pero notaba que sus ojos estudiaban mi perfil
y empecé a ponerme nervioso. Justo cuando decidí marcharme el viejo
se adelantó levantándose y acercándose a mi mesa. No había
escapatoria, lo supe, por eso lo invité a sentarse conmigo.
Me contó que se llamaba
Frank Rulfo, que nació en un remoto poblado de centroamérica y que
llevaba treinta años viviendo en aquel pueblo junto al mar porque lo
descubrió viajando con su mujer y ya no pudieron concebir la vida en
otro sitio. Como un flechazo fue, usted me entenderá. Contesté que
sí por cortesía, aunque nunca había estado enamorado. Nos
instalamos en cuanto alquilamos un apartamento, el más cercano a la
playa, pequeño pero con vistas al mar. El dinero no era problema,
permítame la inmodestia, yo entonces manejaba (se frotó repetidas
veces el pulgar con el índice y el corazón de la mano derecha en un
gesto universal para significar dinero) y solo quería hacer feliz a
mi amada. Murió el año pasado, ¿sabe? Se quedó callado mirando al
mar y yo también como un idiota, sin saber qué decir ante la
crudeza inesperada de aquella confesión. Desde entonces me alojo en
este hotel, ¿sabe usted?, no soporto la soledad de aquel apartamento
plagado de recuerdos tan dolorosos ahora. Es irónico, ¿no cree?,
cómo una misma fotografía puede transmitirnos alegría o tristeza
según el momento en que la miremos, y lo mismo con el olor de una
blusa o de un libro, ¿a qué huelen los recuerdos?, me pregunto a
veces, huelen a emociones, me respondo, a vida consumida, a
eternidad. Pero le estoy aburriendo, joven, cuénteme, ¿qué le trae
a este rincón del mundo?
Aquel hombre cambiaba de
tema de conversación con una naturalidad que desconcertaba. A punto
estuve de decirle la verdad, pero me recompuse de inmediato: yo
también estaba entrenado. No sé por qué pensé exactamente aquello
(“yo también estaba entrenado”) ni tampoco sé hoy el motivo que
me hizo ponerme alerta desde ese momento y a desconfiar del viejo. Le
conté la historia habitual que he contado a tantos hombres en tantos
hoteles, lo de siempre. Luego, por introducir una novedad en mi
discurso mil veces repetido (y también por curiosidad) le referí el
episodio de los pasos marciales que había escuchado resonar en el
piso de arriba de mi habitación. Me miró un tanto perplejo y me
preguntó cuál era mi piso. Cuando le dije que el tercero el asombro
se acentuó en su cara. Pero, joven, este hotel solo tiene tres
pisos. Le devolví la mirada de perplejidad. Luego sonreí al ver su
sonrisa socarrona. Me había descubierto. Me habían vuelto a
descubrir. Qué demonios.
Pagué la factura y salí
con la maleta. Qué más daba, nunca faltarían hoteles frente al mar
en pueblos apartados donde viejos melancólicos detendrían su
carrera y se acercarían a mí para contarme sus melancolías.
Además, para eso fui adiestrado, para escuchar y callar. Solo la
historia de siempre contaba, ni una palabra más. Excepto esta última
vez que hablé más de la cuenta en contra de lo aprendido en mi
adiestramiento, y eso me preocupa. Eso y los pasos marciales que creí
oír en una habitación que nunca existió.
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