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La otra


Esta mañana he conocido, por fin, a la nueva secretaria; hoy ha sido su primer día en la fábrica. Es una chica joven, no más de veintiocho o treinta le calculo, de buen aspecto, incluso guapa, y se ve que se esfuerza por caer bien. Me la ha presentado don Abundio en su despacho, al que nos ha convocado a las dos, para dar la bienvenida a Fabiola Yáñez a su nueva empresa, y para especificar los cometidos y tareas de cada una, ya que vamos a compartir en adelante un puesto  que hasta este momento, y durante más de veinte años, ha sido de mi exclusiva responsabilidad: secretaria personal del Presidente y Director General de la compañía Ahumados Pitanza –en un principio al servicio de don Arcadio Pitanza, padre de don Abundio, que a los pocos años de mi incorporación a la empresa le sustituyó, por fallecimiento del padre-. Al tratarse de una empresa familiar, su organigrama presenta un esquema jerárquico bastante tradicional: en la cúpula se sienta -metafóricamente, claro está- don Abundio Pitanza, y en la fila inmediatamente inferior se sitúan los  directores de los diferentes departamentos o áreas de negocio. Pero, aunque no aparezca dibujado en el organigrama, hay un puesto clave que separa esa fila de la cúpula, y es el de la secretaria personal de don Abundio, es decir, una servidora, Margarita Lapeña, al menos hasta la llegada de la nueva secretaria, cuya incorporación justificó don Abundio esgrimiendo la necesidad perentoria de desenvolvernos con solvencia en nuevos idiomas, ya que la imparable expansión internacional que la compañía Ahumados Pitanza estaba experimentando en los últimos años nos obligaba a manejarlos con soltura. Pero este fichaje, en lo que a mi trabajo concernía, introducía varias incertidumbres, no siendo la menor de ellas una hipotética pérdida de poder por mi parte en las altas esferas, en concreto en la que se desenvolvía don Abundio, perspectiva esta que me había tenido bastante nerviosa en los últimos días, precisamente desde que tuve conocimiento de la incorporación de la nueva secretaria, que don Abundio tuvo el detalle de adelantarme, confirmando de esta manera la gran confianza que siempre ha depositado en mí. Y lo cierto es que la chica, si es verdad lo que dice su currículo -y no tengo motivos para dudarlo-, habla con soltura varias lenguas mayores y alguna menor, además de defenderse en mandarín y en japonés, mercados clave para el negocio, según don Abundio. Lo que deja mi inglés mal chapurreado en clara desventaja para las transacciones internacionales y justifica ampliamente la contratación de Fabiola Yáñez. Don Abundio ha recalcado, delante de ella, y como en él suele ser habitual, la importancia que tiene la imagen personal que cada colaborador –uso sus palabras- de la fábrica, ofrece al público, ya sea de producción o de oficina porque, como comenta siempre que la ocasión le es propicia, ‘cada operario es la imagen de la empresa ante el cliente, así que un responsable de almacén debe parecer un cirujano y un ejecutivo de ventas debe parecer un ministro’, ’viste con clase y venderás clase’, o ‘el cliente no compra salmón Pitanza para hacerse un bocadillo, sino para paladearlo junto a una botella de buen cava’. Y tras esta plática de rutina, y sin profundizar en detalles, dijo para finalizar la pequeña reunión que yo me haría cargo de todo según lo venía haciendo hasta la fecha, excepto en lo referente a los asuntos internacionales, que quedarían a cargo de Fabiola, a la que recomendó -amablemente pero con algo de ironía, o eso me pareció- que me consultase en materia de vestimenta, porque yo estaba al tanto de los patrones más o menos oficiales de la compañía en dicha materia. Este comentario de don Abundio me hizo suponer que mi hipotética ubicación en el organigrama de la empresa estaría a salvo de las modificaciones que obligase a introducir la nueva, cosa por otra parte absolutamente normal. Porque si ella tenía -además de las habilidades lingüísticas- buena presencia y veinte años menos, yo poseía una presencia impecable y veinte años más de experiencia en la compañía.
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Esta mañana me he puesto mi mejor conjunto para ir a la oficina. Un traje de chaqueta y pantalón gris marengo sobre un suéter burdeos con cuello de cisne, zapatos negros mate de medio tacón y, en cuanto a joyas, mi reloj de muñeca de plata y una diadema con incrustaciones de coral para el pelo, combinando con unas gafas con montura metálica color rojo sangre, con una cadenita de sujeción a juego con los pendientes. Sobriedad y elegancia, como es  norma en la casa. Y con esta indumentaria he entrado en la oficina, componiendo una espléndida sonrisa, que se me congeló en la cara cuando vi a Fabiola luciendo un traje de chaqueta y falda gris perla a medio muslo, medias y zapatos de tacón alto que mostraban unas piernas de infarto, camisa algo desabrochada que permitía contemplar una gargantilla de oro que rodeaba un cuello de piel inmaculada, y el pelo recogido en una coleta de colegiala que le hacía aparentar catorce años, ¡por Dios!, ¡estaba delante de Lolita! Traté de mantener la compostura y me dirigí a mi mesa después de un saludo mecánico. Entonces  Fabiola me dijo -con una sonrisa que parece parte del maquillaje, porque nunca se desprende de ella- que don Abundio había dispuesto que intercambiásemos nuestros puestos, es decir, que cambiásemos el lugar que ocupaban nuestras mesas. Esto significaba que la mía, que quedaba justo frente al despacho de don Abundio, al que podía ver a través de la pared acristalada -de hecho, en ocasiones me llamaba haciendo un gesto con el dedo índice, en vez de usar el teléfono interno- ocuparía ahora un rincón desde el que, debido a un biombo o mampara art decó  que se interponía, me sería imposible el acceso visual al despacho del jefe -contacto del que ahora gozaría aquella lista-. Entré al despacho a pedir explicaciones a don Abundio y éste argumentó que por estar muy avanzadas las negociaciones de varios posibles pedidos de países de la Unión Europea, iba a necesitar por el momento los servicios de Fabiola más que los míos, así que le había parecido buena idea el cambio de mesas. Salí lanzando llamaradas por los ojos, pero Fabiola no borraba su estúpida sonrisa de su cara de niña boba. Yo sospechaba que la falda estrecha que vestía  tenía bastante más que ver con el intercambio de posiciones que esos supuestos pedidos -mucha sobriedad y elegancia e imagen de empresa, pero en cuanto había adobo a la vista, adiós a la norma- , pero lo había ordenado don Abundio y yo poco podía hacer, salvo intentar poner buena cara y que no se me notara el cabreo. Con la ayuda de un par de mozos -que no quitaban ojo a las piernas y al escote de esa descarada- hemos distribuido los muebles de acuerdo con las órdenes del jefe. Todavía estaba colocando algunos accesorios cuando un ordenanza me ha dejado encima de la mesa un comunicado interno de don Abundio, en el que, tras explicar que sus indicaciones del día anterior sobre la redistribución de mi carga de trabajo con Fabiola Yáñez habían sido un tanto imprecisas –y se disculpaba por ello-, me hacía una lista detallada de mis nuevas funciones. Al leer la lista he comprendido que se podía resumir en una sola frase u orden: ‘ponte a disposición de Fabiola para todo aquello que le haga falta’. O, en otras palabras más humillantes: ’tú ahora eres la ayudante de mi nueva secretaria, así que ojito’. La madre que la parió. Esta tía me busca una ruina. Lo que más me ha dolido ha sido que don Abundio me enviase el comunicado interno a mí, cuando siempre me había dicho todo de viva voz, incluso las órdenes oficiales más importantes. Es más, los comunicados internos dirigidos a ejecutivos los entregaba yo misma en mano, y siempre veía palidecer rostros y enmudecer bocas en los destinatarios de dichos papelotes. Y es que todos en la fábrica sabíamos que cuando don Abundio enviaba uno de estos documentos ‘no del todo oficiales’ , no sugería u opinaba o recomendaba, sino que ordenaba taxativamente, y no quería saber más del asunto. Ello implicaba que si el receptor del comunicado, por el motivo que fuese, no iba a cumplir lo ordenado, mejor haría en dejar inmediatamente su puesto y llamar al responsable de ‘recursos humanos’ desde casa. Así que sólo me quedaba hacer de tripas corazón, comerme el orgullo y ponerme a las órdenes de aquella lagarta.
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Curiosamente, lo que yo temía que iba a ser una tortura, es decir, el arsenal de preguntas sobre la empresa y sus actividades con el que estaba convencida que Fabiola me iba a acribillar, resultó distinto a lo esperado, más…¿cómo decirlo? ¡Sí,intrigante! y, debo confesarlo, acabó divirtiéndome en vez de enojarme, como yo me estaba temiendo. Porque, para mi sorpresa, a la mañana siguiente, y una vez intercambiadas las ubicaciones de nuestras mesas, la primera reunión de trabajo consistió en un interrogatorio de tercer grado sobre mi persona que para mi sorpresa me halagó. Quería saberlo todo sobre mí, desde dónde me compraba la ropa hasta el nombre de mi dentista y con qué frecuencia lo visitaba,  cuál era mi peluquería favorita y cuál el estilo de la decoración de mi casa. Sin mostrar recato ni respeto alguno me interrogó sobre mis relaciones amorosas, familiares y de amistad, sobre mi niñez y sobre mi juventud -que ya, con cincuenta y dos años, había dejado atrás hacía tiempo-, sobre mis aficiones y mis fobias, sobre mis libros y mis películas favoritas. Parecía que quisiese aprenderse mi vida lo antes posible, y lo increíble es que yo le respondía a todo con naturalidad, como si su interrogatorio, casi policial, fuese algo normal, un trámite en aquel trabajo o, al menos, en mi nuevo puesto dentro de la empresa. Sus enormes ojos oscuros tienen una facilidad de penetración asombrosa, parece que te desnudaran el alma, pero no intimidan, más bien invitan a la confidencia e incluso a la confesión y parecen tierras secas que precisan ser regadas con torrentes de información, todo lo embeben. Es raro, pero el enfado que sentía se ha desvanecido, me siento cómoda hablando sobre mí misma, en especial si considero que lo hago con mi nueva jefa, que, para colmo, ha conquistado –virtualmente-mi puesto.
                                                     ***
Esta tarde, comprando en el supermercado del centro comercial que hay cerca de casa, he visto a Fabiola, que también estaba de compras. Primero me alegré de verla, ¡vaya casualidad!, casi grité, ¡con lo grande que es Madrid y resulta que compramos en el mismo sitio!. Pero entonces recordé que yo le había dicho dónde solía comprar, así que a lo mejor no era una casualidad. De todas maneras, preferí seguir charlando como si el encuentro hubiese sido causado por el azar. Tomamos un café y después recorrimos juntas las tiendas de ropa. Acabamos comprándonos dos bolsos idénticos, es increíble la similitud de nuestros gustos y preferencias. Quedamos para ir a ver una película que estrenan en los multicines, el sábado por la tarde. Por extraño que parezca, Fabiola está soltera y sin compromiso, y no es que le hayan faltado posibilidades, pero es una apasionada de la libertad y piensa que una relación estable la pondría en peligro. Desde luego tiene sus aventurillas, pero con discreción, sin que se note, además tampoco es dada a confiar detalles de esa índole, conmigo ha hecho una excepción, según me ha dicho, y yo me he sentido orgullosa. A cambio, le he contado toda mi vida sentimental, que tampoco es para tirar cohetes: matrimonio a los veinte con Alfredo, mi primer y único novio, dos hijos, divorcio a los cuarenta en buenos términos -quedamos como amigos-, algún amante ocasional, y para de contar. Los niños ya son mayores y viven por su cuenta, y yo vivo para el trabajo. No he podido negarme a sus súplicas  y la he invitado a tomar el té en mi apartamento el sábado antes del cine, para que vea cómo lo tengo decorado.
                                                        ***
Hoy me ha ocurrido algo que todavía me tiene desconcertada. Esta mañana no he encontrado la diadema de coral que a veces me pongo. He revuelto el piso entero, pero no estaba, la he debido de perder, pero no se me ocurre dónde porque sólo me la quito cuando llego a casa. Y la chica que limpia es de toda confianza, sería la primera vez, y además tampoco es que sea una joya de valor, más que nada sentimental, me la compró mi hija en un viaje a Tailandia u otro país oriental. Al final me dejé suelto el pelo porque se me hacía tarde. ¡Y al llegar a la oficina veo a Fabiola con mi diadema puesta! No podía creerlo. Me quedé mirándola con tal cara de boba que acabó preguntándome qué me ocurría. Le contesté con alguna evasiva, pero me propuse indagar discretamente sobre el asunto, así que a la hora del café le comenté como de pasada que me encantaba su diadema, y que yo tenía una igual pero que la había perdido. Ella dijo que era un regalo de una amiga, y que se lo había traído de Tailandia. Yo me quedé de piedra, porque si era verdad lo que había dicho la casualidad era enorme, y si era mentira..., ¡pero cómo iba a ser mentira!, eso significaría que me la había robado en algún momento y, que yo recordara, no hubo ninguno en que tal posibilidad se pudiese haber dado. El jefe se acercó entonces para saber qué tal nos iba en nuestra colaboración y le contestamos casi al unísono que de maravilla. Nos felicitó y alabó el conjunto de ropa de Fabiola. La diadema, comentó, hacía juego con la montura color rojo sangre de sus gafas. Se fijó en ese detalle que sólo entonces yo vi. Sus gafas eran iguales a unas que yo tenía, y que solía ponerme cuando llevaba la diadema, precisamente porque hacían juego. Aunque a mí nunca me había dicho nada don Abundio. En cambio, hoy ha comentado con poco tacto, cuando se acabó el café y ya se marchaba, que no me quedaba nada bien el pelo suelto, y que yo conocía bien las normas de la empresa en lo referente a la imagen de los empleados. Capté la indirecta.
                                                  
                                                 ***
No creo estar perdiendo la cabeza, ni sufriendo alucinaciones, pero es difícil dar una explicación racional a lo que hoy me ha ocurrido. Tras la indirecta del jefe sobre mi pelo, ayer fui a la peluquería para que le dieran tinte y recortaran las puntas. Esta mañana me lo he recogido en un moño y el resultado ha sido impecable, era la norma de la empresa hecha carne, un monumento vivo a la elegancia discreta, don Abundio me tendría que felicitar para resarcirme de la reprimenda de ayer. Bajaba en el ascensor y quise darme un último vistazo en el espejo, pero en la imagen reflejada mi pelo estaba suelto y despeinado, con aspecto mugriento y lleno de canas, más de las que en realidad tengo y trato de disimular con el tinte. Me quedé de piedra. Pegué la espalda contra la pared y fui resbalando hasta quedar sentada y llorando como una magdalena, así que se me corrió el rímel, y quedé hecha un adefesio, algo bastante parecido a un espantapájaros. Me recuperé como pude y volví a subir para arreglarme de nuevo, bajar -esta vez no hubo susto en el ascensor- y coger el autobús. Ya en la oficina iba a contarle lo sucedido a Fabiola cuando ésta se quedó mirando fijamente mis pies. Le pregunté si es que no le gustaban mis zapatos y se limitó a mirarme a los ojos y nuevamente a mis pies. Intrigada, bajé la vista y vi ¡que estaba descalza!, ¡no llevaba zapatos ni medias! Lo raro es que no había sentido frío ni dolor en los pies descalzos, nada, ni una simple molestia, y en pleno mes de enero en Madrid, eso resultaba más bien sorprendente. Le rogué a Fabiola que no tuviese en cuenta aquel incidente, improvisé una historia sobre uno de mis hijos con problemas de drogas, y conseguí que confirmara nuestra cita del sábado. Me hizo el favor de bajar a mi taquilla, donde guardo prendas de deporte, y me subió mis zapatillas. Por suerte, don Abundio estuvo reunido toda la mañana, pero Fabiola se condujo con demasiada cordialidad durante todo el día y noté que algunas veces me miraba de reojo y sofocaba risitas.
                                                        ***
Se ha presentado a la hora acordada, venía con ropa informal pero no pude dejar de fijarme en su pelo, porque se lo había cortado exactamente como el mío y el tono del tinte era idéntico. Me dijo que había pasado por mi peluquería y le había dicho a la dueña que era amiga mía, y que le dejase el pelo como a mí. Sin darme tiempo a reaccionar comenzó su inventario de mis muebles y objetos decorativos como cuadros, lámparas, ceniceros y cosas así. Apuntaba en una libretita los sitios donde los había comprado. Quise indicarle los precios pero me dijo con aspereza que eso no tenía importancia. Durante el té no ha parado de elogiar el buen gusto de la decoración, me ha dicho que estaba buscando un apartamento por esta zona, que le agradaba la situación, a la vez céntrica pero de barrio, sin masificación y, por supuesto, nada que ver con esas horribles urbanizaciones que son clones unas de otras y  que tanto se parecen  a esas viviendas anexas a los enclaves militares que salen en las películas. De hecho, la portera de mi edificio al parecer le ha comentado que pronto va a quedar libre un apartamento, así que incluso podríamos ser vecinas. Yo forcé una sonrisa sin saber si alegrarme por aquella noticia; me sentí un poco triste, pero lo achaqué a los días tan extraños que estaba viviendo. La película fue algo aburrida pero disfruté las palomitas, que hacía siglos que no comía, los mismos que hacía que no iba al cine.
                                                        ***
Están pasando cosas extrañas, me envuelve una sensación de irrealidad que enturbia mi conciencia y la tiene como anestesiada. Es como si estuviese viendo desde el patio de butacas mi vida como una película, y no pudiera hacer nada, porque la película que se proyecta ya está terminada de antemano, ya tiene un final, sólo que yo no lo conozco y nada puedo hacer para cambiarlo, o al menos para que la película tome otro derrotero distinto al que sigue, que no me gusta nada. Hoy don Abundio, para festejar -a su manera- que era el quincuagésimo aniversario de la empresa, nos ha obsequiado a Fabiola y a mí con sendas cajas de bombones y dos ramos de flores, pero el de ella era de rosas rojas y blancas y el mío de margaritas de color lila. Fabiola estaba radiante, decía que las rosas rojas hacían juego con el suéter de cuello de cisne que llevaba y las blancas le daban vida al ramo, rompían la monotonía del rojo. Yo he sentido un nudo de desazón en la garganta, he pensado que es triste que te regalen flores que tienen tu mismo nombre, y me he encerrado en el baño a llorar.
                                                        ***
Esta mañana íbamos a tener una reunión con el jefe en su despacho para planificar una visita a la fábrica de unos posibles inversores japoneses. Para don Abundio se trata de un asunto de suma importancia ya que podría obtener financiación a bajo coste y unos socios fáciles de manejar. Era el fruto de varios años de contactos informales y tanteos por ambas partes, y los japoneses parecían haberse decidido por fin. Así que había que agasajarles debidamente ya que pasarían varios días en Madrid. Mientras los caballeros revisaban escrupulosamente las instalaciones y mantenían interminables comidas de negocio, llevaríamos a las damas de tiendas y las pasearíamos por el Madrid monumental. No podíamos cometer el menor error, sobre todo tratándose de japoneses, tan perfeccionistas y amantes de la pulcritud y el orden. Fabiola lucía  su mejor atuendo, un traje chaqueta pantalón gris marengo con un suéter burdeos con cuello de cisne, zapatos de medio tacón negro mate, un reloj de pulsera de plata y la diadema de coral a juego con sus gafas de montura rojo sangre, que colgaban de un collarín de sujeción a juego con los pendientes. Me recordó a mí misma con veinte años menos. En cuanto a mí, don Abundio pidió a Fabiola que nos dejase a solas un momento y me hizo extrañas preguntas y habló sobre la necesidad de ir a un psicólogo o psiquiatra y que la empresa asumiría todos los gastos y cosas de esa índole. Yo dejé de escuchar porque, a través de la ventana del despacho se veía una preciosa nube con forma de margarita, era la primera vez que veía una nube con esa forma y de pronto me puse muy contenta, sentí que aquella pesadilla que estaba viviendo terminaría pronto, muy pronto. Asentí cuando don Abundio comentó lo de las vacaciones y me dijo que me fuera directamente a casa, que Fabiola se ocuparía de todo y me tendría al corriente, lo primero era el descanso y la pronta recuperación. Al salir quise decirle adiós a Fabiola pero estaba hablando por teléfono y no me pareció correcto interrumpirla. El espejo del ascensor de casa reflejaba la imagen de una mujer mayor, con el pelo entrecano mal sujeto por una gomilla y un traje de chaqueta y falda mal conjuntadas y llenas de arrugas, las medias oscuras con bolsas y carreras, un sólo zapato y una cara envejecida con exceso de lápiz de ojos y de labios, y con la pintura corrida. Al salir del ascensor la portera no ha disimulado un gesto de asombro y miedo al verme, me ha dicho muy nerviosa que creía que ya me había marchado porque el piso no tenía muebles, así que estaba ayudando a los de la mudanza en la colocación de los enseres de la nueva inquilina del apartamento. Ya lo sabía, pero aún así miré la etiqueta de una de las cajas y leí el nombre de la propietaria: Fabiola Yáñez.
                                                        ***
He bajado por la escalera y voy andando hacia la fábrica porque hay una cosa que todavía me pertenece y quiero llevarme conmigo. Las puertas de cristal ahumado de la calle me reflejan como soy, como siempre he sido y seré, con el alma desnuda, sin afeites ni ornamentos que la maquillen, sin mentiras ni vanidades: una mujer vieja con el pelo largo y amarillento vestida con un simple camisón sucio y arrugado, descalza y con la cara de los muertos que no han sido enterrados. Subo hasta la oficina, donde don Abundio y Fabiola charlan animadamente sobre algo que no me puede interesar. No se dan cuenta de mi presencia, es imposible. Cojo de la estantería el ramo de margaritas lilas, son mías, me pertenecen y me las llevaré conmigo. No pensaba que notasen nada pero Fabiola ha dejado de hablar y, frunciendo el ceño, ha dicho: “¡qué raro!, ¿no ha notado usted como un aire helado?”, pero don Abundio  contesta que no y  reanudan la charla, las risas, la vida. Al salir, miro hacia la mesa de Fabiola, donde, grabado en una chapa sobre la mesa, se puede leer el nombre de la persona que la ocupa: Margarita Lapeña.

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