IX
Caminó
con lentitud deliberada hacia la editorial. Tardó una eternidad en
llegar pero el tiempo había dejado de ser una cárcel para él y por
eso no le importó. Decidió que cada instante era imprescindible y
vivirlo con plenitud significaba morir para el resto de los
instantes. Sólo vivo ahora, el resto del tiempo carece de
significado porque no lo estoy viviendo. Se paró asombrado por la
consciencia de estar aplicando a su vida lo que siempre había
creído reflexiones metafísicas de un hombre que solo podía
filosofar, pero no actuar. Un sentimiento de plenitud lo recorrió
como una descarga eléctrica. Ahora era un ser humano, o volvía a
serlo después de veinte años de sumisión, mansedumbre y
dependencia.
El
edificio estaba casi desierto porque era la hora del almuerzo. En las
editoriales los almuerzos suelen ser tardíos. Se dirigió a la
oficina de Carlos, el supervisor de reportajes. Carlos Hernández era
la única persona en la empresa que desde el principio lo había
tratado con respeto, sin juzgarlo por su matrimonio con Blanca.
También era el único que sabía las horas que Pablo le sustraía al
sueño para escribir. Incluso había leído algunos de sus escritos.
“Tienes talento, Pablo, no lo tires por la borda”, le decía a
veces mientras tomaban un café. Pablo le agradecía en silencio
aquellas palabras, pero su mirada vacía no acertaba a ubicar ese
supuesto talento en un futuro en el que nunca creyó. Con los años y
los cafés creció entre ellos una sincera amistad basada más en los
silencios cómplices que en palabras. Ambos eran personas íntegras y
reacias a la charlatanería.
Abrió
la puerta sin avisar y espantó la siesta que Carlos sostenía sobre
una silla retrepada que no terminaba de caer por la sujeción de sus
pies sobre la mesa, y que a punto estuvo de hacerlo por el ímpetu
con que Pablo irrumpió en el despacho.
-¡Por
Dios, Pablo! A qué vienen esos modos.
-Carlos
-dijo Pablo tras una pausa que demostró a su amigo la serenidad que
ahora lo invadía-, nunca te he pedido nada ¿verdad?
-Verdad
-contestó un atónito Carlos que no reconocía a su amigo tras
aquella faz pacífica y firme, decidida. Pero ahora me lo vas a pedir
¿verdad?
-Verdad
-sonrió Pablo. Necesito que me prestes dinero, no mucho, solo para
comprarme un traje nuevo y alquilar por una noche una habitación de
hotel.
-Veo
que por fin has tomado una decisión.
-Así
es ¿algo que objetar?
-El
marrón te sienta fatal, cómprate un traje azul, y ve a un hotel
decente, a las cucarachas les chifla el azul.
Nuestro
hombre, ahora con un traje nuevo y sin manchas, duchado y bien
afeitado, salió a la mañana siguiente de un hotel discreto y
elegante. Llevaba zapatos nuevos, sin punta alargada, y una leve
sonrisa delataba una voluntad que podía haber sido innata. Nadie
habría adivinado que en su maletín de cuero negro había una
pistola con silenciador.
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