VII
A
medida que avanzaba su convencimiento se hacía más fuerte. Tenía
en mente todo lo que le diría a su suegro. Reproches,
recriminaciones, acusaciones con o sin fundamento se atropellaban en
su furia por desahogarse con quien había sido el causante de que
Blanca no hubiera tenido la vida que se merecía. En su obcecación
olvidaba que todo había sucedido con el consentimiento de las
partes, incluida Blanca, que no hubo engaño ni traición por parte
de don Arturo, quien se limitó a advertirle de las posibles
consecuencias de su unión con Blanca. Pero en la mente de Pablo
Ramos solo existía la imagen de la cara socarrona de don Arturo al
hacerle aquella advertencia, y la de todos aquellos años
desperdiciados en un puesto que debió haber dejado atrás hacía
mucho para ocupar otro más adecuado para sus capacidades y su
conocimiento exhaustivo del mundo editorial, un puesto que le habría
proporcionado a Blanca el estatus que se merecía, que la habría
devuelto al teatro de las vanidades donde -muy a pesar de las
creencias de Pablo- ella sabía y debía reinar y al que había
renunciado -solo ahora era dolorosamente consciente de ello- por un
matrimonio con un simple corrector. Era injusto que don Arturo
hubiese permitido aquello, que no hubiese ejercido su influencia para
ir subiendo de puesto a Pablo hasta ponerlo a una altura en la que
Blanca se sintiese cómoda con sus amistades de siempre, con el
entorno de su padre sin tener que avergonzarse de su precariedad ni
de sus necesidades.
Iba
llegando a la editorial cuando sintió un intenso dolor en los pies.
Al principio no cayó en la cuenta, pensó que serían los nervios,
pero enseguida el dolor aumentó y no pudo eludir el hecho de que
eran los zapatos que le apretaban con furia. Se detuvo y el dolor
aflojó. Volvió a caminar en la misma dirección y el dolor adquirió
una virulencia que lo obligó a sentarse en el escalón de un portal.
¿Qué querían aquellos malditos zapatos de él? El hindú había
dicho que solucionarían sus problemas, pero él pensaba que más
bien lo estaban jorobando más. Pero al tomar la decisión de
ponérselos adquirió sin ser muy consciente de ello un compromiso
con el porvenir. Lo que tuviera que ser, sería, y sería debido a
aquellos zapatos. De acuerdo. Se levantó y dio unos pasos en la
dirección que llevaba. El dolor casi le hizo caer. Se dio la vuelta
y repitió la acción. No sintió nada, así que continuó caminando
en la dirección opuesta.
Decidió
relajarse y permitir que los zapatos lo guiaran. A partir de ahí
todo fue mucho más fácil. Dejó de pensar y se limitó a dejarse
llevar. Era una sensación agradable. Recorrió calles sin ser muy
consciente de por dónde iba, giraba a la derecha o a la izquierda al
albedrío de los zapatos sin importarle mucho o poco. Por primera vez
en muchos años se sintió libre, no tenía que decidir, y sobre todo
no le pesaban las posibles consecuencias de sus decisiones. Era como
flotar, nada era responsabilidad suya.
Hasta
que se detuvo. Miró con atención y tuvo un sobresalto. Estaba
frente a la tienda del hindú. Entró sin esfuerzo -los zapatos se lo
permitieron- y reconoció la cámara principal de la tienda. ¿A qué
demonios lo habían llevado los zapatos allí? Iba a gritar,
indignado, el nombre del hindú, cuando creyó oír unos murmullos
que provenían de una de las cámaras aledañas. Se acercó con
cautela a una cortina floreada que daba paso a otra estancia. Se
dispuso a escuchar.
-No
era esto lo que pactamos, maldito indio -dijo una voz conocida en
susurros.
-Pero,
efendi, yo no podía saberlo.
-¿Cómo
que no? El trato era que él nunca supiera nada. Nunca tuvo que estar
aquí, ni mucho menos adquirir esos zapatos. ¡Eres un farsante!
-No,
efendi, por favor, no me pegue. Le juro que lo solucionaré,
recuperaré los zapatos y todo será como siempre usted ha querido.
Aún recuerdo el día que le vi entrar preguntando por un remedio que
arreglara el futuro y...
-¡Cállate,
indio! Hablas demasiado y nunca se sabe quién nos puede escuchar.
En
ese momento un zapato de Pablo resbaló e hizo un ruido crujiente que
sin duda fue oído en la sala tras la cortina. Pablo corrió cuanto
pudo, ganó la puerta y salió a la calle donde corrió y corrió sin
norte ni destino.
Solo
cuando se creyó a salvo paró a respirar y se dio cuenta de varias
cosas: los zapatos no le habían marcado el camino mientras corría y
don Arturo y el hindú tenían un pacto desde hacía mucho tiempo. Y
algo había trastocado los planes de don Arturo.
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