V
Se
asomó a un abismo y el vértigo le cosquilleó el alma. Vio
imágenes, retazos de otra vida en la pudo haber sido feliz y
especial, la niña mimada de la alta burguesía, rodeada de
caprichos, con sus padres a sus pies lo mismo que el resto del mundo.
Le costó un gran esfuerzo enderezarse y apartar la vista de aquellos
zapatos. Hundió su cara entre sus manos y estuvo así varios
minutos, inacabables al parecer de Pablo, cuyo gran temor era que
Blanca hubiese visto demasiadas cosas agradables que pudieran poner
en peligro su unión. Así se lo dijo, con la mayor delicadeza que
pudo, con un nudo en la garganta.
-Ten
cuidado con esos zapatos, Pablo, son de la piel del diablo. No te
dejes tentar por ellos.
La
gravedad del rostro de Blanca reveló a Pablo que aquellos zapatos no
solo hacían daño apretando, sino también trastornando las mentes
si eran mirados con demasiada intriga. Debía tener cuidado. No
miedo. Miedo nunca lo tuvo, ni siquiera cuando desafiando todas las
normas de buen comportamiento se plantó frente a don Arturo y le
pidió la mano de su hija. Eso fue dos semanas más tarde de aquella
famosa recepción en la que don Arturo, en un alarde de compañerismo
democrático, invitó a uno de sus correctores en la editorial a su
fiesta de alto copete donde Pablo conoció a Blanca, la rebelde
Blanca, que insistió en verlo después de la fiesta, y en tres o
cuatro encuentros donde se abrieron el alma quedó sellado un amor
que nació para no conocer la derrota.
Don
Arturo, perro viejo, quién sabe si previendo o aún habiendo tramado
aquel enredo, sonrió y convidó al joven Pablo a un coñac y no
admitió el rechazo inicial del joven. Llenó dos copas bien colmadas
y con un movimiento de cabeza indicó a Pablo que se sentase en un
sillón frente al que don Arturo se disponía a ocupar. Miró a Pablo
sin perder la sonrisa.
-¿Es
usted ambicioso, Ramos?
-Soy
trabajador como el que más, don Arturo, y mi meta es hacer lo mejor
que pueda mi trabajo.
-Ya,
pero no ha contestado a mi pregunta. Supongamos (y ya es mucho
suponer) que doy el consentimiento para que usted se case con mi
hija. Siendo un hombre capaz, sería lógico suponer que aspirase
usted a heredar mi trono, a sustituirme en la dirección de la
empresa, ¿me equivoco?
-Me
temo que sí don Arturo.
-¿Desea
usted entonces jubilarse como corrector? ¿No piensa que tal vez mi
hija aspire a algo más?
-Permítame
que sea franco, don Arturo, llevo trabajando para su empresa como
corrector más de dos años. Creo que he desempeñado mi labor a
plena satisfacción de mis jefes. No oculto que me gusta el ramo y
que podría aspirar a puestos de mayor responsabilidad con el
convencimiento de no defraudarle. Y le diré más. Hace algunas días
estuve tentado de plantearle un, digamos, ascenso, un puesto de mayor
responsabilidad donde no tenía duda de desenvolverme tan bien o
mejor que como simple corrector. Pero su inesperada invitación a su
fiesta me hizo posponer aquella decisión, y tal y como han ido las
cosas ni siquiera la he vuelto a considerar.
-¿No
le extrañó que, como simple corrector, le invitase a aquella
fiesta? -preguntó don Arturo con la mirada ausente y el rictus de la
sonrisa intacto.
-La
verdad es que mucho, pero siguiendo con la franqueza, todos estamos
acostumbrados a sus extravagancias, y como una de ellas tomé su
invitación, sin darle más vueltas.
-Ya
veo, me siguió la corriente como a los locos, pero acabó enamorando
a mi hija.
-Fue
algo mutuo.
-Sí,
sí, pero con mi hija y no con cualquiera de las muchas jovencitas
que asistieron al evento.
-El
amor es así de caprichoso, que quiere que le diga.
-Dígame
la verdad
-Estoy
dispuesto, por amor a su hija, a continuar como corrector en su
editorial el tiempo que usted estime necesario. Esa será mi dote:
una ausencia absoluta de ambiciones respecto de su imperio económico.
A cambio solo le pido que atienda las peticiones de Blanca, por más
que le contraríen.
-Sea
así, pues -los ojos de don Arturo ceñidos por párpados
suspicaces-. Si Blanca consiente no me opondré al matrimonio. Pero
aténgase a las consecuencias porque le marcarán la vida.
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