III
Frente
a la puerta de su piso, nuestro hombre, Ramos, el del traje raído
(incluida, eso no se ha mencionado, la ropa interior), estuvo a punto
de sufrir un ataque de nervios, no estaba preparado para mantener una
charla con su mujer, una conversación seria y serena, aunque el
deterioro de su matrimonio la iba haciendo más necesaria según
pasaba el tiempo, imprescindible a esas alturas, pero el pánico que
sentía a una confrontación con su esposa le hicieron dilatar el
encuentro inevitable todo lo que pudo. Pero ahora los zapatos
parecían haber tomado aquella determinación por él.
Como
era impensable salir huyendo, tocó el timbre. A los pocos minutos
una mujer de pelo alborotado y ojos hinchados y somnolientos
enfundada en una bata pálida y remendada abrió la puerta. Sus ojos
recobraron la viveza de repente y su mandíbula descolgada le dio un
aire de estúpida tal vez injusto.
-Pero,
Pablo, ¿qué haces tú aquí? ¿ha pasado algo en la editorial?
-parecía hacer un esfuerzo por conservar la calma mientras
preguntaba.
-No,
es que... es que... bueno pues he pensado subir a ver cómo estabas.
-Me
lo tomaría como un cumplido, pero ¿desde cuándo me haces tú
cumplidos?
Desde
que te conocí, mi vida, pensó Pablo para sí. Desde el día que tu
padre nos presentó y yo te besé la mano aun a riesgo de parecer un
cursi, pero fue un gesto totalmente sincero. Con ninguna otra mujer
lo habría hecho. Claro que por ninguna otra mujer había sentido lo
que sentí por ti en un instante como un rayo, una décima de segundo
que sentenció mi vida.
-Pareces
raro, hoy. ¿No habrás perdido el trabajo? -puso cara de angustia.
-No,
por dios, no es eso, te lo juro.
La
situación era incómoda, con ellos a ambos lados de la puerta
parecían un vendedor y un ama de casa reacia a comprar. Él intentó
con todas sus fuerzas salir de allí, correr escaleras abajo, pero
los zapatos no se lo permitían, así que decidió acelerar lo
inevitable.
-¿Te
importa que pase? -preguntó casi titubeando.
-Faltaría
más. Es tu casa, ¿recuerdas?
Los
zapatos se dirigieron hacia el sofá y él no tuvo más remedio que
sentarse. Blanca se acomodó a su lado. Ahora venía lo peor porque
algo tendría que decir para justificar aquel comportamiento atípico.
Peort aún, lo asaltó la idea de que hasta que no dijese lo que
tenía que decir los zapatos no le dejarían marchar. ¿Qué otro
propósito podía tener aquel calzado que le obligaba a ir adonde
menos le apetecía?
Sentado
en el sofá junto a su mujer por vez primera en muchos años nuestro
hombre, nuestro héroe o antihéroe, Pablo se vino abajo. Lloró sin
consuelo lágrimas que se arrepentían y que pedían perdón,
lágrimas de amor y de desconsuelo por no saber comunicar y dar valor
a ese amor, lágrimas de tristeza y de impotencia acumuladas desde el
matrimonio con Blanca. Cuando se quedó sin lágrimas gimió y
después gritó y a punto estuvo de montar un escándalo si Blanca no
lo hubiera acallado más con susurrros y carantoñas que con razones.
Pablo nunca había atendido a razones porque presuponía que eran
argumentos fascistas que coartaban la legítima libertad de expresión
del hombre.
Un
conflicto vital que afectaba sus creencias y su moral. Estaba casado
con la heredera de una gran empresa y por sí solo eso bastaba para
convertir su vida en un infierno. Pero la pura verdad es que él
estaba enamorado hasta las entrañas y nunca, ni Blanca ni tampoco su
familia se habían interpuesto en un matrimonio socialmente desigual.
Enfadado con la vida por no adaptarse el cliché d su ideología,
Pablo siempre había vivido un conflito existencial que lo consumía
y solo lo soportaba por el amor que le profesaba a su mujer. Con los
amigos y compañeros de partido fue cortando lazos poco a poco,
incapaz de sosener una lucha de clases estando casado con un miembro
destacado de la clase enemiga.
Un
conflicto que se disolvía cada tarde al llegar a casa y abrazar a la
mujer de sus sueños. En ese instante no existían para él clases ni
lucha ni dialéctica de la historia. Solo el perfume acogedor de
Blanca
Portillo y Sáez Habsburgo.
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