Nuestro
hombre (no sería apropiado referirse a él como héroe, 'nuestro
héroe', porque el conjunto de valores morales que atesora, su
capacidad de raciocinio e intencionalidad vital lo capacitan más,
mucho más, para ser un antihéroe que un héroe, pero ¿acaso
existirían los héroes si no hubiera antihéroes? Son las dos caras
de una misma moneda, y la existencia de unos presupone la de los
otros y en su enfrentamiento se desata la tensión necesaria para dar
vida al relato (basado en hechos reales o ficticios, lo mismo da).
Caín y Abel, David y Goliath, Héctor y Aquiles, Sherlock Holmes y
Moriarty, Belén Esteban y Campanario, etc.), nuestro hombre, decía,
salió de aquella tienda con los zapatos nuevos que le quedaban como
un guante cuando un guante queda bien. La melancolía, las
preocupaciones, el miedo habían desaparecido y en su rostro brillaba
una sonrisa de alivio y satisfacción tan inmaculada que sólo
quienes han sufrido tormentos espantosos serían capaces de
reconocer. Era la sonrisa de un hombre que había salido intacto de
una sala de torturas sin haberse ido de la lengua, la de un
científico que tras largos años de pelea en solitario contra toda
la comunidad científica acaba por imponer su hasta entonces
disparatada si no impía teoría que revolucionará su campo de
competencia y obligará a toda una comunidad de sabios a reconocer su
error de base y acatar las nuevas leyes impuestas con evidencias
innegociables por el científico satisfecho, la de quien le ha
vendido su alma al diablo y ha salido ganando en la transacción.
Salió
de aquella insólita tienda y le deslumbró la luz de un sol limpia y
agradable. Caminó hacia un parque cercano solo para comprobar que
los zapatos parecían una extensión de sí mismo. Agarraban tanto
sobre el asfalto como en la hierba y no se manchaban, incluso tras
atravesar una zona de hierba alta y húmeda que hubiese puesto
perdidos cualquier otros zapatos. Decidió que pasaría el día
caminando para ver si encontraba algún defecto en ellos, aunque
sospechaba que no sería así. A los dos minutos de caminata se paró
bruscamente. Quiso continuar pero no lo consiguió. Aquellos zapatos
tenían vida propia.
Este
hecho confundió a nuestro hombre, que se encontraba como anclado a
la tierra y por más que forcejeaba para dar un paso lo único que
consiguió fue perder el equilibrio y acabar sentado en el suelo.
Estaba claro que los zapatos tenían voluntad propia. Decidió
doblegarse a esta y ver adónde le dirigían. Se levantó y se estuvo
quieto, sin tratar de caminar en ninguna dirección. Entonces los
zapatos comenzaron a andar. Dieron la vuelta y tomaron la calle que
rodeaba el parque, caminaban hacia el sur a un paso que nuestro
hombre podía seguir con facilidad. Se internaron en la callejuelas
de centro y giraron para tomar un callejón sin salida en el que solo
había dos edificios de vecinos, una a cada lado del del callejón.
Nuestro hombre comenzó a sudar, preocupado, y cuando los zapatos se
detuvieron frente al antiguo edificio en el que vivía con su mujer,
se puso muy nervioso.
-¿Vamos
a mi piso? -preguntó estúpidamente. Aquellos zapatos no hablaba.
Entraron
a un amplio vestíbulo decorado a la manera que se hacía veinte años
atrás. Pero no era solo aquel estilo decorativo lo que delataba la
vejez del inmueble, también el polvo acumulado en el suelo y las
manchas de humedad en paredes y techo. Subieron a un ascensor también
sucio que inició la subida a la tercera planta haciendo un ruido
chirriante poco tranquilizador. Los zapatos se dirigieron a la
puerta de su piso, que compartía con su mujer, Blanca.
Había
conocido a Blanca hacía dieciséis años, en una fiesta que el dueño
de la editorial en la que trabajaba como corrector daba en su casa
para empleados y amigos. Solo unos pocos empleados, y nuestro hombre
se sintió halagado cuando vio su nombre en la tarjeta de invitación
que le hizo llegar el jefe. Él, un simple corrector, invitado a una
de las fastuosas fiestas del jefe supremo. Ya en la mansión, aceptó
un combinado y trató de pasar desapercibido, pero la responsable de
márketing lo descubrió y, pasando su brazo por el codo del
corrector, lo condujo al epicentro del jolgorio. El señor Mansel,
propietario de la editorial lo llamó al reconocerlo.
-Mi
querido Ramos, me alegro que haya aceptado la invitación. Ya sé que
no es usted amigo de la farándula, pero quería tener hoy conmigo a
mis mejores empleados.
-No
sabe cuánto se lo agradezco, señor Mansel, pero invitar a un simple
corrector...
-Vamos,
amigo Ramos, usted es mi mejor corrector. Si sigue así tendré que
ascenderlo pronto. Usted vale mucho, créame.
Ramos,
nuestro personaje, héroe o antihéroe, no podía quitar la vista de
encima a la joven rubia de sonrisa amable que se hallaba junto al
editor.
-Oh,
disculpe mi descortesía -dijo de repente el señor Mansel-, le
presento a mi hija Blanca. Algún día heredará la editorial.
Ramos
le tomó la mano a Blanca y se la besó.
-A
sus pies, señorita -dijo con mucha afectación.
-Caramba,
Ramos, está usted hecho un romántico -rió Mansel.
Blanca
sonrió y lo miró a los ojos con un rubor en su rostro. Su mirada
era sincera y franca. Ramos deseó casarse algún día con una mujer
como aquella.
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