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El elegido


Se llamaba Teófilo Diosdado pero en el seminario todos le llamábamos 'Dios'. Era un jesuíta de la rama dura (eso lo supe después), de los de cilicio y duchas frías antes de maitines; mostraba una engañosa mirada de ternura y una nariz aquilina sobre una boca de labios finos que sólo estaba callada cuando engullía alguno de nuestros pequeños penes. Entraba por las noches en el dormitorio común, tomaba por la mano al elegido tras susurrarle unas palabras en voz baja para despertarlo y se lo llevaba a su cuarto. Sobraban aquellas palabras tan temidas, porque estabamos despiertos; y todos fingíamos estar dormidos; aunque lo que de verdad queríamos era estar muertos. Desde aquel pabellón lóbrego que albergaba nuestros insomnios oíamos a veces algún grito, el estallido de una bofetada o de un latigazo y rezábamos para no despertar por la mañana, para morir en la cama sin el terror de un nuevo día pensando si me tocará esta noche a mí, para que descubrieran nuestros cadáveres bajo las mantas andrajosas, tranquilos y libres de aquel miedo enquistado en nuestros huesos, felices para siempre en esa eternidad prometida a cada poco por nuestros maestros y confesores, y verdugos a veces, o tal vez siempre, ahora estoy confuso y mi memoria se embarulla.

Eso era el seminario para nosotros, aquellos niños inocentes hasta del pecado original: promesas de mejor vida pero no en esta, mala comida, clases tediosas y 'Dios', nuestro 'Dios'; el pan nuestro de cada noche, dánosle hoy igual que ayer, igual sin duda que mañana. Era meticuloso, metódico, litúrgico; ya en su cuarto, mientras el elegido para esa noche esperaba sentado en la cama, bajo un tétrico y desmesurado Cristo crucificado como único testigo, 'Dios', en la salita adyacente, se ponía los hábitos de gala, sotana limpia y casulla, y salía recitando una oración en latín que leía del misal que sostenía entre las manos. Tal era el pavor que aquella escena mil veces repetida nos provocaba, aquel paradójico preámbulo satánico y sotánico, que el resto era casi un alivio, una promesa de liberación emitida entre jadeos, gritos, semen y sangre. Luego nos daba la absolución y nos enviaba de vuelta al pabellón, no sin antes retirar de nuestros cuerpos con una toalla húmeda los jugos de su lujuria para no dejar rastro alguno que le pudiese inculpar. Una precaución innecesaria. No se puede juzgar a Dios.

Treinta años más tarde, paseando con mi mujer y mi hijo una hermosa tarde soleada de principios de enero, lo volví a ver. Lo reconocí al primer vistazo aunque iba vestido con traje de calle y sosteniendo con cada una de sus manos la de una mujer y un niño, paseando igual que yo, igual que cualquier padre de familia una tarde de domingo. Debía de tener más de sesenta años pero su rostro apenas había cambiado, y tampoco su voz, que no callaba un minuto, hablando a su mujer y casi simultáneamente a su hijo. El niño era su hijo y mi alumno. Siempre lo había sospechado pero no quise investigar, no quise remover en el estercolero de mis recuerdos por miedo a hacer añicos la frágil cordura que había conseguido mantener a base de voluntad y disciplina, renovando cada mañana los votos de olvido y comenzando a vivir con cada día una nueva vida sin recuerdos . Aquella noche no pude dormir, me embocé en la manta tiritando a causa de un miedo gélido que surgía del pasado, y deseé de nuevo que no hubiera un amanecer, morir sin darme cuenta entre las tinieblas de la noche y los fantasmas de mi memoria. Soñé con gritos y desperté gritando. En la ducha lloré como el niño que nunca había dejado de ser y cerré el agua caliente para resucitar con una lluvia de agua helada mi alma amortajada desde que tenía doce años. Soy un pecador, soy un pecador, soy un pecador rezaba entre dientes mientras me masturbaba rememorando aquellas noches turbias en las que 'Dios' violaba, con mi cuerpo, mi vida entera. Eres un pecador, eres un pecador, eres un pecador...y yo rezaba con la cara aplastada contra la almohada para que se descolgara el crucifijo y me reventase la cabeza como al gusano que era, que me sentía, que nunca después he dejado de ser, y que habré de ser por los siglos de los siglos...

Tras dejar el seminario trabajé como ayudante en una agencia de detectives, un trabajo provisional que me consiguió un amigo de mi padre, algo para ir tirando hasta que terminara la carrera y me convirtiera en abogado; pero en lo que me convertí fue en detective, porque me atraía el trabajo y porque me cansé de suspender exámenes. Mi padre no entendía aquel cambio, yo había sido un estudiante devoto en el seminario, ¿por qué no en la universidad? Yo no había querido ser cura, de acuerdo, preferí ser abogado, pero entonces ¿por qué no me aplicaba en los estudios de la carrera? ¿Qué me pasaba? Iba camino de convertirme en un descarriado, en un impío, en el anticristo. No, papá, pensaba yo, el anticristo es 'Dios' y nadie se da cuenta. Estudia algo menos exigente, me rogaba, una diplomatura, no me avergüences hijo, no hagas que hablen de nosotros en el pueblo. Llegamos a un acuerdo; yo alternaría mi trabajo como detective con los estudios de magisterio y él me asignaría una cantidad mensual a modo de suplemento salarial para vivir con cierta holgura.

Me convertí también en maestro. Conseguí que me contrataran a media jornada en un colegio para hijos de gente bien, de buenos ciudadanos, de gente con principios y con moral; era un colegio tan católico y tan apostólico que se merecía ser romano y no malagueño. Por las mañanas impartía clases a criaturas inocentes y por las tardes tomaba fotos telescópicas de maridos culpables encamados con rubias oxigenadas que les chupaban las pollas tras esnifar unas rayas sobre abultadas billeteras de Cartier que vaciaban polvo a polvo con mucho arte, con mucho asco y sin ninguna prisa.

Investigué. Supe desde el mismo instante en que tomé la decisión que me internaba en los dominios de la locura, que no habría marcha atrás ni puerta trasera ni escalera de incendios. Me dio igual. Investigué. Teófilo Diosdado, sesenta y dos años, casado con Alba Blanco tras cambiar la sotana por un traje y un maletín de representante de una prestigiosa marca de productos para odontólogos, padre de un niño de diez años, mi alumno Teodoro Diosdado. Una presunta crisis de fe fue la versión oficial que sirvió para camuflar una expulsión vergonzosa del seminario como consecuencia de la investigación que siguió al suicidio de un alumno cuyos escrúpulos ganaron la partida a su instinto de supervivencia y llevaron al chaval a decorar con sus sesos el adoquinado del patio tras saltar desde la ventana de los lavabos. Conoció a su futura esposa en un congreso de odontología y se casaron nada más saber lo del embarazo. Se mudaron a vivir en una urbanización de adosados y se afanaron en fabricar una idílica vida de familia profidén dueña de un chalet con jardín donde correteaban su hijo y un perro.

Jodido 'Dios', cómo dominaba el arte del transformismo, con qué naturalidad había permutado la sotana por el traje, el crucifijo por el logotipo, la fe por la productividad. Claro que fe verdadera nunca tuvo, salvo en sí mismo, y esa fe ególatra le permitió en el seminario combinar sin contradecirse ni crearse cargos de conciencia las teorías morales de la iglesia con sus propias prácticas inmorales, alevosas y nocturnas, impartir la hostia por la mañana y repartir hostias por las noches, amar a Cristo como a sí mismo y derrochar su amor enloquecido sobre los cuerpos desnudos y ateridos de los seminaristas más jóvenes bajo la mirada tal vez perpleja o incluso indignada pero siempre inexpresiva del Cristo crucificado.

No sé por qué caprichoso azar Teodoro Diosdado, el hijo, vino a parar a mi clase; y por qué aún sabiéndolo quise ignorar su procedencia sigue siendo un enigma para mí, ahora que ya nada importa. La tarde que lo vi pasear de la mano de su padre (que con su otra mano sostenía con una gracia instintiva la de la madre y esposa) estando yo de paseo con mi mujer y mi hijo también y un dolor agudo y antiguo acudió a mi pecho, tuve la certeza de lo inevitable. El rencor afloró de lo más hondo. Tú pagarás por los pecados de tu padre. Me pareció justo.

Sólo fue cuestión de tiempo conseguir estar a solas con el hijo en el colegio, en mi despacho, sin testigos. No intenté embelesarlo con un lenguaje aturdidor, simplemente lo agarré, lo tumbé en la mesa boca abajo y le bajé el pantaloncito. Mi frenesí se iba vilviendo lujuria por instantes, dejé salir mi miembro enhiesto, le abrí las piernas. Entonces el hijo gritó: “No, así no, te falta la sotana”. Me quedé de piedra, mi miembro de gomaespuma. “Papá siempre se pone la sotana cuando juega conmigo”. Entonces, sólo entonces, me fijé en las desvahídas moraduras que salpicaban sus piernecitas, en sus cicatrices mal soldadas. El hijo se incorporó y, sin desmayo, subió su blusa para enseñarme las casi olvidadas fisuras que el flagelo deja en las carnes, semejantes a las que yo aún conservaba con vergüenza en mi cuerpo. No podemos seguir jugando chaval, ve con tus padres y que Dios, tu verdadero Dios, te acompañe.

Era por reyes, recuerdo ahora nítidamente, así que hice algunas compras. Volví a casa temprano, dejé las bolsas sobre la cama del dormitorio y quise darme una ducha, me sentía sucio. Aún no había girado el grifo del agua cuando oí a mi querubín, a mi propio hijo, gritar en el dormitorio: “¡Papi, papi! ¿Para quién es este vestido negro tan grande?” Habían vuelto, él y mi mujer, antes de lo que esperaba, o tal vez no calculé el tiempo debido a mi febril excitación. “Pero Jorge, si esto parece una sotana”, oí exclamar a mi mujer, “ya me dirás de qué va esto, cariño, yo me voy enseguida que he quedado con mi hermana, cuida de Jorgito”.

¿Esto es un regalo para jugar contigo, papi, como el scalectrix?

Algo parecido, hijo mío, ve a tu cuarto que enseguida estoy contigo.”

Sólo entonces supe que los supervivientes no podemos elegir, somos elegidos.

Abrí a tope el agua fría, que salía helada aquel lejano mes de enero, pero yo nada sentía, ni el frío ni el dolor, solo gotas húmedas que resbalaban por mis mejillas.

Y recé a Dios, a mi verdadero Dios, por que algunas de aquellas gotas fuesen lágrimas.

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