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Mostrando entradas de enero, 2011

Rostros literarios

  Me he dado cuenta solo hace poco que cuando leo una novela y los personajes están bien dibujados (mal asunto sería que no lo estuvieran), de una forma inconsciente les pongo cara a esos personajes, les otorgo rasgos de personas reales o literarias que han dejado poso en mi recuerdo como arquetipos de ciertos patrones vitales, casi siempre al criterio de mi capricho no del todo consciente.   En la última novela que he leído, “La dama de blanco”, de Wilkie Collins, autor con un enorme talento para levantar estructuras de intriga que se desarrollan a lo largo de no menos de 800 páginas sin que la tensión narrativa decaiga ni canse al lector. Uno de los personajes principales, de especial malignidad es sir Percival, cuyo único fin es hacerse con la herencia de su futura esposa, y no se molesta en disimular sus perversas intenciones ni aun cuando todavía hacía la corte a la señorita Laura. A este sir Percival le asigné los rasgos del actor Rufus Sewell, el villano que se enfrenta a ant

Leer

Un lector compulsivo es una especie de loco, pero de loco verdadero, que son los que parecen cuerdos. La lectura como agente activo de la locura no es una explicación: muchos leen sin volverse majaras. Lo anómalo está pues en el lector, en cierto tipo de lector. ¿Qué impulsa a alguien a leer una vez tras otra una obra? ¿Qué magia o veneno lleva a algunos a la lectura como los podría llevar a la droga? La respuesta, como casi todas, es especulativa: la insaciable curiosidad; el querer saber, y sabiendo, saberse, ser más profundamente uno y sin darse uno cuenta, mejor persona; el irrenunciable ejercicio de la libertad individual que a través de la lectura los emancipa y enajena, los hace otros y hace otros a los otros (mejores personas). La lectura cambia la vida de los lectores, de esos lectores compulsivos, intransigentes, devotos. La lectura ejercida con fiereza tensa cada músculo del cuerpo, desgarra el alma, aturde finalmente, al acabar, el pensamiento; y provoca un sueño agitad

Hablando con mi loro

La transferencia de facultades intelectuales, incluso entre seres de diferente especie, no es un fenómeno nuevo, ya explicaba Kafka el caso del mono Pedro El Rojo, en el más sublime de los casos que dejaron constancia histórica. A nivel menos académico lo podemos comprobar casi a diario: perros que actúan como sus amos (y al revés), loros que parecen repetir lo que han oído cuando están soltando un discurso al que nadie atiende, delfines y orcas que adivinan y casi se anticipan a las intenciones de sus adiestradores hasta que se cabrean (como tal vez hicieron esos adiestradores sin darse cuenta al pensar mientras adiestraban a sus pupilos lo mal pagados que estaban, por ejemplo, y la ira contenida en ese pensamiento se propagó hasta las mascotas poniéndolas de mala leche también) y matan o malhieren a esos adiestradores. La mecánica del fenómeno sería esta: “Yo creo que tú puedes ser yo y tú vas y lo eres”. Y funciona, a veces. Si esta insensata idea se tuviera por tesis (biológic

Momentos

  El viajero es un ansioso: ansias de partir, de viajar, de llegar, de partir de nuevo, ansias siempre insatisfechas a la larga que se colman indescriptíblemente cuando menos se espera, al pie de un collado imposible, sobre un cañón inadvertido, en un atardecer glorioso, ante la estremecedora o sabia mirada de una muchacha inaccesible. El viaje es lo que importa, siempre lo han dicho viajeros empedernidos, y cada viaje me lo confirma. Un recuerdo: bar de carretera cerca de Taba, paramos a fumar una shisha tras un periplo vertiginoso desde Jordania a Egipto, un proyector da vida a una pared con una película o capítulo de alguna serie local, algo raro en España, pero en mi descanso fumo la shisha y encuentro que todo es como debe ser, estoy casi en casa, o casi mejor que en casa. Me siento viajero, no turista, me fundo con el embrujo de un cine a la luz de las estrellas, soy feliz. A veces sobran las palabras, o son insuficientes, sólo cabe vivir el momento.

Viajar

Viajar siempre gratifica. Primero, porque aporta conocimiento, cultura nueva hasta ese momento ignorada, un ángulo diferente con que contemplar la vida. Segundo, porque el viaje te obliga de un modo misterioso a salir de ti, a reconocerte ( o a intentar reconocerte) en un entorno nuevo y desconocido, muy diferente al acostumbrado, incluso hostil. Tercero, porque a la vuelta te descubres como una persona distinta de la que fuiste al marchar, una persona mejor, más comprensiva, más sabia o más adulta, pero mejor. Si tuviésemos la posibilidad de conocer una por una a todas las personas que habitan este planeta, de comprender sus porqués y sus cómos, todos seríamos más comprensivos con todos, todo iría mejor. Tal vez.

Una reseña de cine

  La película 'El indomable Will Hunting' me pareció una parábola triste acerca del destino del hombre de ciencias en la sociedad actual. El papel que desarrolla ese hombre (por muy brillante que sea su cerebro) no está claro para nadie, menos para él mismo. Dónde colocar a un matemático prodigioso es un enigma; ¿qué utilidad práctica tienen las matemáticas? Nadie fuera del mundillo científico lo sabe, y los de dentro tampoco del todo porque sus conocimientos son consecuencia de una inquietud desmesurada e incomprensible para un ciudadano de a pie por lo abstracto, por la belleza inmaculada de los números, de los conceptos numéricos, de la irrealidad perfecta. Will Hunting, el protagonista, posee una calidad matemática que apabulla, intimida y genera rencores, porque ningún matemático consagrado admite que un chaval de veinte años posea lo que él no tiene: una facultad innata para descifrar sin esfuerzo problemas matemáticos pensados para dar caña a los más sesudos académicos,

El elegido

Se llamaba Teófilo Diosdado pero en el seminario todos le llamábamos 'Dios'. Era un jesuíta de la rama dura (eso lo supe después), de los de cilicio y duchas frías antes de maitines; mostraba una engañosa mirada de ternura y una nariz aquilina sobre una boca de labios finos que sólo estaba callada cuando engullía alguno de nuestros pequeños penes. Entraba por las noches en el dormitorio común, tomaba por la mano al elegido tras susurrarle unas palabras en voz baja para despertarlo y se lo llevaba a su cuarto. Sobraban aquellas palabras tan temidas, porque estabamos despiertos; y todos fingíamos estar dormidos; aunque lo que de verdad queríamos era estar muertos. Desde aquel pabellón lóbrego que albergaba nuestros insomnios oíamos a veces algún grito, el estallido de una bofetada o de un latigazo y rezábamos para no despertar por la mañana, para morir en la cama sin el terror de un nuevo día pensando si me tocará esta noche a mí, para que descubrieran nuestros cadáveres bajo