Era una brillante mañana de domingo. Estábamos en casa de la abuela en las afueras de Boston, una casa estilo colonial de dos plantas con buhardilla donde íbamos algunos domingos papá, mamá, Max y yo a comer chuletas a la barbacoa que preparaba papá en el jardín. Max y yo tendríamos unos diez años. Un alarido proveniente de la parte alta de la casa me asustó y corrí a refugiarme en las faldas de mamá. Max me miraba con una sonrisa de desprecio, él nunca se asustaba por nada. Mamá me acariciaba el pelo y me tranquilizaba con murmullos, pero yo notaba que ella también estaba temblando. Papá y la abuela seguían preparando la comida como si no hubieran oído nada. Siempre era lo mismo. Gritos, aullidos, blasfemias se alternaban con silencios que resultaban más angustiosos porque presagiaban nuevos alaridos más aterradores aún. Parecía que sólo mamá y yo los escucháramos, y Max, pero a él no le importaban, no los temía. La abuela y papá no los oían, o fingían no oírlos, seguían en sus tareas con la barbacoa, con la cabeza gacha y sin hablar entre ellos. Un grito más fuerte me hizo temer que quien lo profería podía estar acercándose; busqué a mamá pero ya no estaba, no había nadie en el jardín aparte de mí; una sombra enorme cubrió la mía; no quise volverme; la sombra se hacía más grande; alguien tocó mi hombro y yo grité como un poseso, un grito desesperado de terror. Desperté sentado en la cama, chorreando sudor y con el corazón desbocado.
Oí voces, casi murmullos, y pasos que se acercaban. Me tumbé en la cama y fingí estar dormido. La puerta se abrió suavemente para cerrarse un minuto después. Ahora las voces -un hombre y una mujer- sonaban más lejanas, aunque se entendía lo que decían.
-Está dormido, ha debido ser una pesadilla.
-¿Estás segura de que la dosis que le administraste fue suficiente?
-Podría dormir a un caballo, no te preocupes. ¿Por qué has venido aquí?
-Supe que Benjamin se escapó del sanatorio. Imaginé que intentaría averiguar algo a través de ti. Es un tipo muy listo.
-Y muy tonto al mismo tiempo. Ha arriesgado su vida estúpidamente.
-¿Por qué le revelaste tu identidad? No era necesario.
-En mi opinión sí lo era. Estaba demasiado liado y la presión le podía provocar un ataque; pero calculé mal y al ver que la china era yo disfrazada casi le da uno. Por eso tuve que drogarlo. Y ahora márchate, por favor, te tendré informado.
-¿Qué piensas hacer ahora?
-No estoy muy segura, tal vez le haga una visita a Maximilian.
-¡Estás loca! Sabes que podría acabar contigo sin pestañear.
-Lo sé, hay muchos que podrían acabar conmigo sin pestañear. Gajes del oficio. Y ahora márchate antes de que despierte.
Una puerta se cerró. Ruido de pasos en la escalera y el pasillo. La puerta del dormitorio se abrió, esta vez sin suavidad.
-Vamos Benjamin, deja de fingir, sé que estás despierto. -Abrí los ojos y reconocí a Madison, la rubia.
-¿Cómo has sabido que estaba fingiendo?
-Te puse menos cantidad de benzodiacepina de la que me recomendaron. Además, con tanta pastilla que te dan en el manicomio debes de estar acostumbrado.
Era cierto.
-En fin, Madison, ¿sería mucho pedir que me contaras algo de lo que está pasando? -Ella me miró con aquellos profundos ojos azules y sonrió.
-Por supuesto, Ben, pero primero te vas a dar una buena ducha y después comeremos algo. Las explicaciones para los postres, ¿de acuerdo?
-De acuerdo. -Al incorporarme y ponerme de pie la habitación empezó a dar vueltas.
Jodidas drogas.
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Un abrazo