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Mostrando entradas de abril, 2010

Otro sueño ¿revelador?

El sueño que tuve esa noche en casa de Madison me era muy familiar, si no en el contenido sí en el sentimiento áspero que me dejó; un sueño miles de veces soñado en diversos formatos que me remitía a la época en la que vivía como esclavo de facto de Max y que me recordada que en cierto modo algún no había logrado escapar de aquella prisión para mí solo creada por él (prisión que casi de inmediato cambié por un sanatorio mental donde acostumbraba candorosamente soñar que había alcanzado la sana libertad del loco, aunque jamás me atreví a reconocer, a no ser en sueños y muy brumosamente, que en realidad padecía la insania tremenda del que sufre cada minuto en su vida de reo perpetuo de un mismo y omnipresente tirano). En el sueño yo estaba siendo sometido a una vista previa en un tribunal de justicia presidido por un tal juez Folly, un tipo malencarado cuyas gruesas cejas, en los momentos de ira más furibunda, se acercaban entre sí como dos serpientes prestas a entrar en com

Algunas aclaraciones

A través de los amplios ventanales de la cafetería se veía gente paseando por la avenida; un pequeño parque donde madres jóvenes vigilaban a sus hijos en sus intentos por desmembrar los artificios metálicos concebidos para el juego pacífico de esos angelitos -y por tanto dotados de protecciones a prueba de bomba- adornaba el paisaje urbano del centro de la ciudad. El sol inundaba los árboles y las calles con una luz intensa que realzaba el contraste de los colores. Las pálidas petunias... -¡Benjamin! -¿Qué? -respondí sobresaltado al ser restituido a la realidad de la cafetería, poblada de olores rancios y suciedad. -¿Dónde demonios estabas? Llevo un buen rato tratando de que me hagas caso. -Disculpa...es el sol, la luz, no sé. -Ya, estás poeta hoy. -Puede ser -sí, podía ser, pero no era eso, era una punzada de nostalgia en el estómago, un vago mareo de añoranza de tantas posibilidades de felicidad que no había encontrado en mi vida... -Mira, Ben, creo que te debo algunas explica

Una conversación

Era una brillante mañana de domingo. Estábamos en casa de la abuela en las afueras de Boston, una casa estilo colonial de dos plantas con buhardilla donde íbamos algunos domingos papá, mamá, Max y yo a comer chuletas a la barbacoa que preparaba papá en el jardín. Max y yo tendríamos unos diez años. Un alarido proveniente de la parte alta de la casa me asustó y corrí a refugiarme en las faldas de mamá. Max me miraba con una sonrisa de desprecio, él nunca se asustaba por nada. Mamá me acariciaba el pelo y me tranquilizaba con murmullos, pero yo notaba que ella también estaba temblando. Papá y la abuela seguían preparando la comida como si no hubieran oído nada. Siempre era lo mismo. Gritos, aullidos, blasfemias se alternaban con silencios que resultaban más angustiosos porque presagiaban nuevos alaridos más aterradores aún. Parecía que sólo mamá y yo los escucháramos, y Max, pero a él no le importaban, no los temía. La abuela y papá no los oían, o fingían no oírlos, seguían en sus tareas