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Mostrando entradas de marzo, 2010

No era quien parecía ser

Jim, la asiática, la huraña supuesta compañera de piso de la Madison MacCoy pelirroja se la había cepillado sin un parpadeo de sus ojos rasgados. Un tiro certero en la nuca que traslucía habilidad en el manejo de armas de fuego. La pistola, inmóvil en su brazo tieso como una ballesta, me apuntaba a mí al haber caído Madison. Sopesé en su mirada la posibilidad de que me liquidase también. Ella adivinó mi pensamiento y bajó con lentitud el brazo. En su cara apareció el esbozo de una sonrisa. -¿Asustado, Benjamin? -Acojonado, para ser precisos. -No hay motivo. Sígueme. Subió la escalera hasta la planta superior delante de mí, sin volverse para comprobar si la seguía u optaba por huir. Creo que me sabía incapaz de lo último. Entró en un dormitorio y me invitó a seguirla. Se sentó frente al espejo y asistí embobado a un ritual de desmaquillaje y transmutación de identidad al final del cual pude contemplar en el espejo iluminado por focos la mirada azul y el pelo rubio de Madison Mac

Un amargo postre

Durante la cena el comportamiento de Madison y Jim fue escrupulosamente educado y visiblemente tenso; encauzaron la conversación por territorio conocido y vanal donde mantenían su nerviosismo bajo control. De ahí su sorpresa cuando, en un disparo a ciegas, pregunté de sopetón que qué tal estaba Maximilian Mad. Jim tosió con estruendo escupiendo el bocado de filete que masticaba sin ganas; Madison optó por no introducirse el que llevaba pinchado en el tenedor. La etiqueta se había roto, así que cada palo aguantara su vela. Ambas se levantaron y corrieron sin rumbo por la casa. Me apunto el tanto, pensé satisfecho. Mi satisfacción no duró mucho. El último reducto de la mente antes de caer presa del pánico es el autoengaño. Por eso no quise creer que Madison me estaba encañonando con un revolver a la altura de mi sien derecha. Incipié un movimiento giratorio con lentitud y una sonrisa cuando el chasquido del seguro al ser quitado me disuadió de cualquier artimaña. Mi mente ya era pres

Perdón

Lamento la discontinuidad en la escritura de este engendro pseudoliterario. Además de la inconstancia que me caracteriza, en este caso se suma la muerte de un familiar muy querido, y aunque pensé que podía seguir, simplemente no puedo. Pido disculpas.

Cena en casa de Madison

Mucho después supe que el Cornucopia había intentado salir del sanatorio en varias ocasiones. Su abogado había apelado la sentencia de reclusión en el centro de salud mental con la previsible intención de propiciar una fuga durante el traslado del condenado a una prisión ordinaria, pero sus argumentos no convencieron al juez, de modo que el Cornucopia emprendió varios intentos de fuga que no prosperaron (estaba claro que no había caído tampoco en el detalle obvio del conducto de ventilación, vaya delincuente inepto). Al parecer había recibido en repetidas ocasiones la visita de alguien que se llamaba Sony Maxwell, con quien mantenía conversaciones en voz baja agotando el tiempo reglamentario. Era un tipo, el tal Sony, de gran altura y con marcados rasgos nórdicos, frío en su comportamiento y algo altanero. Mis fuentes -pacientes tan locos como yo mismo- no dudaron en calificarlo de siniestro. Tras las entrevistas, el Cornucopia se mostraba más nervioso de lo habitual y sus intento

En casa de Madison

Después de todo mentí a medias. Soy medio español, medio norteamericano, país este donde mi madre española conoció a mi padre norteamericano en un simposio de biología molecular, especialidad científica en la ambos trabajaban con reconocida competencia. Fue un flechazo que terminó como el rosario de la aurora tras cinco años de desastrosa vida familiar en Connecticut, una vida en la que pronto aparecimos casi al mismo tiempo mi hermano Maximilian y yo, imagino que precipitando la ruptura de una relación imposible entre dos personas que competían en el trabajo con la contumaz ceguera implacable que es usual por aquellas tierras y que no hace concesiones a los sentimientos. Mi madre volvió a España con nosotros y nos procuró la nacionalidad española, tan asqueada terminó la pobre de los Estados Unidos, asociados en su mente a mi padre, que ya principiaba una enfermedad mental que tanto mi hermano como yo mismo hemos heredado. Fueron años duros para los tres porque la sociedad científic

Buscando a Madison

Como disponía de dinero suficiente (el inspector Legrá, bendito sea, no pudo negarse a compartir conmigo una ínfima parte de los fondos reservados -reservados para estas ocasiones, precisamente-) decidí viajar en taxi desde el aeropuerto de Miami hasta Boca Ratón, aunque el monto de la carrera no iba a ser ninguna broma. Siempre me ha gustado desplazarme en taxi, no acierto a saber por qué, quizá por el esmerado desorden con que los restos de bocatas, colillas mal apagadas, hormigas y algún escupitajo decoran su interior; tal vez por el inefable aroma que impregna hasta la ropa interior y que tarda varias coladas en esfumarse por completo; o puede que por los amenos soliloquios de los taxistas, que jamás dejan de obsequiarme con todo tipo de información sin duda de gran interés y utilidad si pusiera algún interés en escucharlos. Me quedé sopa, así que no sabría decir cuánto tardamos en llegar a Boca Ratón, pero por el importe de la carrera diría que dimos varias vueltas por los Cayos

En vuelo

La gente suele ser bastante previsible, excepto quizás algunos locos -entre los que me gusta creer que me encuentro: nada me aterra más que la rutina-; por ese motivo quienes dedican tiempo y constancia a estudiar el comportamiento de las personas, sea por vocación científica -Desmond Morris- o por malsana curiosidad -un servidor- pronto aprenden a prever cómo se desenvolverá alguien ante una situación específica que desencadene determinados estímulos en esa persona. De esa manera, apelando a los conocimientos que había ido acumulando tras años de observaciones y fisgoneos, pude disponer ante los oídos de mi antiguo compañero de universidad y entonces jefe de un departamento del ministerio del Interior, el inspector Legrá, todo un aparato de mentiras lo suficientemente enredado y a la vez tan claro y legal en apariencia que conseguí, como ya tenía previsto por anticipado, un pasaporte que me permitiría viajar a Florida. (Legrá no hizo preguntas, bendito sea, pero en su mirada furibunda