No pude hacerlo. Me faltó pasión, o me sobró misericordia, o tuve miedo a los remordimientos o a las represalias o a ambas cosas. Un personaje de 'La República' de Platón afirmaba que “nadie es justo por propia voluntad, sino por imposición”. ¿Funcionamos así también los locos? ¿Hacemos o dejamos de hacer en virtud no de supuestos impulsos inherentes a nuestra condición y que transgreden todo razonamiento sino por miedo a las consecuencias? En ese caso no estamos tan locos, supongo. Somos, como el resto del mundo, seres atrapados en la cultura del miedo y con miedo vivimos, sólo que con menos miedo que los cuerdos, de los que nos separa la capacidad que ellos parecen poseer de vislumbrar el límite, la señal de 'stop', el semáforo en rojo, y que los mantiene fuera de estos muros. Es esa línea o el miedo a esa línea lo que parece frenar a los cuerdos y no tanto a los locos. No estoy seguro. Yo sólo sé que tuve miedo.
Y no pude matar al Cornucopia. Lo intenté, al menos lo planeé de mil maneras distintas y ninguna me satisfacía, a todas encontraba una fisura, un punto débil por el que me delataría. Al final, tras varias semanas de planes secretos e infructuosos y filigranas de torero en el patio para esquivar a aquel maldito bastardo cuya mirada de hielo sentía clavarse en mi nuca, desistí del empeño y tomé una decisión.
Me fugaría del manicomio; iría hasta Boca Ratón para encontrar el eslabón que me faltaba, el que vinculaba el asesinato de Madison MacCoy con mi persona, el que justificaría la presencia amenazante del Cornucopia en el centro con la indudable intención de enviarme junto a Madison. Así que decidí adelantarme; visitaría a Madison antes de que me asesinaran.
Ya he dicho que Madison me visitó en el manicomio. La conversación que mantuvimos sólo sirvió para dejarme más confundido. Ella estaba oficialmente muerta, asesinada por el Cornucopia. Aseguró haber viajado hasta allí sólo para prevenirme, que le convenía que siguieran creyéndola muerta -al parecer se libró por una casualidad que no me podía contar todavía- y que por el momento no podía darme más detalles. Me imploró que tuviera mucho cuidado porque la siguiente víctima sería yo. Conteniendo un sollozo salió de mi habitación; la seguí con la intención de sacarle más información; vi cómo, en un descuido de la enfermera de recepción, cogió el libro de visitas y tachó su nombre con una pluma que sacó del bolso; salió por la puerta principal y yo no hice nada por seguirla. La confusión y el miedo me dejaron paralizado.
Jodidos límites.
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Un abrazo