De vuelta en mi habitación repasé mentalmente el informe del Cornucopia. Uno de mis escasísimos talentos, si así se puede denominar, es poseer una memoria de elefante, que exploto a mi conveniencia y en absoluto secreto desde que aprendí de mala manera que en demasiadas circunstancias es un serio inconveniente recordar, y sólo el olvido más descarado junto a la habilidad para hacerte invisible puede garantizar tu vida hasta cierto punto en antros de los que luego hablaré, además del manicomio que, mal que les pese a quienes con fines políticos nos los venden como ámbitos de talante médico, no pasan de ser cárceles con carceleros locos.
En el informe ponía que el novato estranguló a una detective, Madison MacCoy, en Boca Ratón, ciudad del estado de Florida. No es frecuente que un detective sea asesinado, de hecho es bastante inusual. La mayoría han sido policías, así que esta se lo toma como algo personal y se esmera en la investigación de estos casos. Por eso son tan escasos. El único móvil plausible es una eliminación por encargo; algún pez gordo debió pagar al Cornucopia para quitar de en medio a la detective MacCoy; y ese mismo pez gordo debió sobornar después al psiquiatra para que pusiese su opinión de experto a favor de la incapacidad mental del acusado, evitando así su encarcelamiento. ¿O propiciando su internamiento en el mismo manicomio donde estaba recluido su hermano? ¿Era yo el objetivo de algún peso pesado? No podía imaginar el motivo, siempre había evitado escrupulosamente el trato con esa gente, y cuando este había sido ineludible mi comportamiento había estado provisto de una cautela y un tacto inmaculados.
Sea como fuere, el Cornucopia estaba ahora apenas unas celdas más allá y mis nervios a punto de colapsarse. Y entonces sucedió algo de lo más inesperado. Me visitó una rubia de confesarse con un propósito que aún no tengo claro del todo.
Pero lo más desconcertante era su nombre. O el que dio en recepción.
Madison MacCoy, detective privada.
Jodidos detectives.
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