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Mostrando entradas de febrero, 2010

No soy un asesino

No pude hacerlo. Me faltó pasión, o me sobró misericordia, o tuve miedo a los remordimientos o a las represalias o a ambas cosas. Un personaje de 'La República' de Platón afirmaba que “nadie es justo por propia voluntad, sino por imposición”. ¿Funcionamos así también los locos? ¿Hacemos o dejamos de hacer en virtud no de supuestos impulsos inherentes a nuestra condición y que transgreden todo razonamiento sino por miedo a las consecuencias? En ese caso no estamos tan locos, supongo. Somos, como el resto del mundo, seres atrapados en la cultura del miedo y con miedo vivimos, sólo que con menos miedo que los cuerdos, de los que nos separa la capacidad que ellos parecen poseer de vislumbrar el límite, la señal de 'stop', el semáforo en rojo, y que los mantiene fuera de estos muros. Es esa línea o el miedo a esa línea lo que parece frenar a los cuerdos y no tanto a los locos. No estoy seguro. Yo sólo sé que tuve miedo. Y no pude matar al Cornucopia. Lo intenté, al menos

¿Razono?

Lo malo de los novatos es que no saben nada. Eso lo arregla el tiempo y los contratiempos que sufren a causa de su ignorancia, que son cogotazos de la impaciente veteranía; lo malo es que algunos nunca aprenden, así los desnuque la vida. Y este novato -un novato con nombre: el Cornucopia-, si nos atenemos a su impecable comportamiento como loco de remate, no era una excepción, salvo porque tenía demasiada información sobre algunas cosas, y no la podía haber conseguido en su corta estancia en el centro. Eso confirmaba mis sospechas de que su reclusión allí no era fruto de la casualidad porque aunque era un pardillo respecto al reglamento implícito del manicomio, se lo pasaba por el arco del triunfo sin miramientos, y eso decía mucho más que lo que habría contado él si así lo hubiese querido. Pero no era de los que cuentan y tampoco se andaba con cuentos, al parecer. Nunca hablo con nadie antes del almuerzo, llámenme maniático, yo pienso que me trae suerte, o que esquivo la mala suerte

Madison vive

De vuelta en mi habitación repasé mentalmente el informe del Cornucopia. Uno de mis escasísimos talentos, si así se puede denominar, es poseer una memoria de elefante, que exploto a mi conveniencia y en absoluto secreto desde que aprendí de mala manera que en demasiadas circunstancias es un serio inconveniente recordar, y sólo el olvido más descarado junto a la habilidad para hacerte invisible puede garantizar tu vida hasta cierto punto en antros de los que luego hablaré, además del manicomio que, mal que les pese a quienes con fines políticos nos los venden como ámbitos de talante médico, no pasan de ser cárceles con carceleros locos. En el informe ponía que el novato estranguló a una detective, Madison MacCoy, en Boca Ratón, ciudad del estado de Florida. No es frecuente que un detective sea asesinado, de hecho es bastante inusual. La mayoría han sido policías, así que esta se lo toma como algo personal y se esmera en la investigación de estos casos. Por eso son tan escasos. El ún

Libia

He vuelto a las andadas; esta vez Libia, el Sáhara libanés. Ahí van algunos testimonios gráficos.

Mad Max

De todos los habitantes de la memoria los fantasmas son los únicos que nos devuelven una y otra vez a un pasado funesto que querríamos olvidar para siempre. Todos mis fantasmas tienen un solo nombre: Maximilian; o Mad Max, como yo le llamaba para mis adentros. Nacimos casi al mismo tiempo, como todos los gemelos, pero ya en la cavidad intrauterina estableció la prepotencia y el desprecio como puntales de su ley y salió al mundo el primero de los dos afirmando sus pies sobre mi calva cabeza para tomar impulso. El resto de nuestra vida en común fue una sucesión de acontecimientos -de índole muy parecida a ese tan precoz como agorero- que se enlazaban como eslabones de una cadena de la que él tiraba y a la que yo estaba sujeto como un esclavo o un perro malquerido. Mi sangre se congela cuando rememoro algunos de los episodios ignominiosos que padecí bajo la tiranía de Max, que siempre salía airoso de las investigaciones de mis padres sobre los sucesos gracias a una habilidad diabólica

El hermano

Anoche me volví a escapar. Lo hago a menudo aunque siempre por motivos plenamente justificados que no admiten demora: un circo que está de paso, una luna licantrópica, un presentimiento, un antojo. Hasta ahora, no han conseguido descubrir esa falla en la seguridad que permite mis escapadas, y es que la paranoia que induce a mis guardianes esa obsesión por la seguridad sin fisuras que padecen les lleva a considerar todas las opciones improbables y hasta las imposibles, pero jamás tienen en cuenta la más obvia: el conducto de la ventilación; pero hombre, si sale en todas las películas de fugas, serán torpes. El motivo de mi incursión noctámbula en el territorio de los cuerdos era obtener información sobre el nuevo interno. Pude echar una ojeada a su ficha en secretaría por la mañana, mientras Nogales, previamente sobornado con mi astucia y mis cigarrillos, fingía un ataque agudo de epilepsia y la secretaria, la Medusa, una impertinente metomentodo, no pudo resistir el impulso voyeurist

El novato

La gente compadece a los locos igual que lo hace con un animal atropellado en la carretera, sin ningún gesto de socorro que nos rescate de nuestro suplicio. No comprenden la diferencia sutil que nos proscribe de una sociedad cuerda, ese plus de irracionalidad que nos revela un mundo diferente del suyo, separados de ellos por unos muros que dividen lo socialmente aceptable de lo ignominioso. Es imposible, por otra parte, una comprensión que obligadamente se tendría que sustentar en una carencia innata, una incapacidad genética para ver el mundo como lo vemos nosotros, en todas sus dimensiones. ¿Cómo explicar a quien no la posee lo que esa extensión perceptiva nos muestra? ¿Cómo transmitir a quienes viven una vida plana la riqueza de los volúmenes? Yo hace tiempo que desistí de semejante empeño, que me resigné a una condena que me alienaba por diferente, por imprevisible, por genuino. No puedo ser mas que lo que soy, una anomalía, un desperfecto incalificable que desconcierta y asusta,