Ir al contenido principal

Las vueltas de la vida


Fue su mirada lo que me alertó. Una mirada cortante, sigilosa e inmisericorde tras la que se adivinaba un poso de melancolía, como de halcón herido. Sus ojos ambarinos la dirigían, taladrándolos hasta desnudar sus auténticos pensamientos, hacia quienes merecían su ira o tal vez sólo su incomodo, como una linterna traspasa la oscuridad y desvela lo que realmente oculta. Era una mirada certera y despiadada en esas ocasiones, aunque luego se volvía lánguida, inerme, sin substancia: ese era su disfraz, parecer inocua e indefensa para ocultar su condición letal. Así era, recordé, la mirada de Fernandito, al que hacía más de veinte años que no veía, desde el final del bachillerato, que al igual que primaria y secundaria cursamos juntos, como camaradas inseparables, en el Sagrado Corazón. Y así era también la mirada de aquel hombre al que había estado siguiendo durante días, un cuarentón del que poco sabía aún, salvo que su mirada le otorgaba, al menos provisionalmente, la identidad del mejor amigo que había tenido. Y eso complicaba mucho las cosas, porque a ese hombre yo lo tenía que matar.


La historia había comenzado una semana atrás con una llamada de teléfono. Yo estaba en mi minúscula estancia, a la que cuando me encontraba colocado llamaba optimistamente apartamento, tratando de hacerme un hueco en el mugriento sofá invadido por ropa sucia, revistas manoseadas y alguna que otra chinche; disponiéndome, en medio de sudores fríos, temblores eléctricos y arcadas a intentar distraer mi tormento viendo en la tele el partido del Madrid. Recuerdo que no estaba aún lo suficientemente borracho (de ahí el dengue que me zarandeaba) y que tenía pocas posibilidades de estarlo más dada la precariedad de mi economía. Me acordé de pronto, en medio del torbellino que me sacudía, que la portera me había notificado aquella mañana que en breve recibiría un apremio de desahucio dado el montante de la deuda que mis reiterados impagos del alquiler habían acumulado. Como comprenderán, en aquellas circunstancias no podía permitirme pillar un poco de caballo o de coca, ni siquiera algo de hachís para un triste canuto que al menos me sosegara. De hecho, los vinos que había trasegado en la taberna de Paco habían corrido (contra su deseo, pero es cojo y no me puede dar alcance si salgo por pies) por cuenta del propietario. Un tío majo, el Paco, todavía le quedaba aquella tarde algo de confianza en mí a pesar de las veces que había escurrido el bulto a la hora de pagar. Siempre ha sido un idealista, un redentor, y supongo que se había hecho ilusiones de rescatarme del tremedal de la droga. Imagino que con mi inesperado esprín agoté el crédito -moral y económico- que en su bondad me había concedido. Mis camellos, por el contrario, no sólo desconocían la palabra crédito, sino que corrían como galgos, así que con ellos era inútil intentar esa treta, obviando el hecho de que aunque no me pillasen en el momento, me buscarían y acabarían encontrando para, bien romperme las piernas, si tenían el día bueno, bien abrirme un agujero en la frente si habían regañado con la parienta.


Amigos no tenía creo que desde que terminé el bachillerato en el Sagrado Corazón, cuando la vida me brindaba aún todas sus posibilidades y yo elegí -a pesar de mi proverbial habilidad para escoger lo que me acaba jodiendo al final- joderme bien desde el principio para invertir los términos de mi ecuación vital. Bajo mi punto de vista aquello era ser original; bajo el punto de vista del resto del mundo era ser gilipollas. Así que los amigos de colegio los fui perdiendo (o yo me fui alejando y eran ellos los que me perdían a mí, de modo que a la postre, y echando un vistazo a mi trayectoria, no se perdieron nada) y no hice ninguno nuevo, y novia, lo que se dice novia, nunca he tenido, salvo alguna ocasional compañera de chutes que me duraba lo que mi casi siempre escasa capacidad financiera para invitarla. Es decir, que me encontraba sin nadie a quien recurrir para un providencial sablazo.


Esa era mi triste situación aquella tarde de hacía una semana en la que la extrema ansiedad me condujo por los vericuetos de los recuerdos y la filosofía, y se me hizo patente de manera súbita e inesperada, como en una revelación, el embotamiento que sufrían no sólo mis sentidos sino también mi alma, dolorosamente ajena ya, extraña por completo a las virtudes que un día, plenas de significado, configuraron el principio rector de mi adolescencia:  amistad, amor, felicidad, integridad y perseverancia para conseguirlos sin sucumbir al desaliento. La realidad era bien distinta, llevaba más de veinte años dando tumbos por las calles, viviendo como un vagabundo, alcohólico y enganchado, dispuesto siempre a cualquier engaño, trampa, treta, fraude o timo para conseguir mi dosis diaria, cada vez más indispensable y también más costosa de conseguir. Las vilezas a que me obligaba mi necesidad eran cada vez de mayor calibre y había alcanzado un punto en que lo mismo me daba dar el palo en un kiosco que rebanarle el cuello a mi santa madre. La verdadera dimensión de la realidad se desvanece una vez traspasado un límite que yo había dejado atrás hacía mucho; y a partir de ese límite la adicción se adueña de tu destino y decide lo que has de hacer, que nunca es otra cosa que alimentarla; y se vuelve más hambrienta cada día.


O sea, que aquella tarde tenía el mono. El mono es como un millón de almas en pena que aúllan en tu interior reclamando su alimento, cuyo suministro has interrumpido, casi siempre por falta de recursos para conseguirlo; otras veces, pocas, por un vano intento de liberarte del cepo de la droga. El mono es como si te atasen a la silla eléctrica y sus descargas no te acabasen de matan aunque te abrasen cada centímetro de tu piel. El mono es como una serpiente que se arrastra por tus entrañas dando mordiscos ponzoñosos en cada una de tus vísceras causándote un dolor tan infernal que sólo la muerte –u otra dosis- puede mitigarlo. Todo eso y mucho más es el mono. No hay palabras que transmitan lo que es a quien nunca lo ha padecido. El mono, para saber de veras lo que es, hay que haberlo sufrido con infinito dolor y angustia cada segundo de cada minuto de cada hora de cada infernal día sin droga. Por eso un enganchado desprecia la vida, no teme a la muerte, porque si existe algo después, si hay un infierno, debe de parecer el cielo comparado con un día de mono. Es la gran verdad del  yonki: mejor morir o matar que pasar un día de mono.


Yo aquel día, el día que sonó el teléfono de mi apartamento por primera vez después de meses de silencio, estaba pasando el mono. Conseguí sujetar los temblores de las manos y descolgar el auricular. Con un hilo de voz, contesté.


Era Drago.


Si hay algo que he temido en mi vida casi tanto como al mono ha sido a Drago. Su imperio, de drogas, clubes y prostitución de bajo y alto linaje, se decía que era como el de Felipe II, en el que nunca se ponía el sol: en el de Drago nunca se ponía la luna, jamás se agotaba la noche. Nadie supo jamás cómo un desconocido, un advenedizo en el mundo del hampa, había logrado subir tan alto en tan poco tiempo; ni cómo los grandes capos cometieron la ingenuidad de permitir la rápida escalada de tan incómodo competidor. No tenía padrinos ni avalistas, ni recomendaciones de gente del mundillo, pero consiguió trepar a lo más alto y para cuando quisieron reaccionar, ya se tuteaba con los más poderosos hampones como si se hubiera criado con ellos. Ya le temían.


La explicación era sencilla. Drago llegó sin nada que perder, no temía a la muerte y le sobraban cojones. Con esas credenciales, para él había sido una trayectoria relativamente cómoda, cuestión de rodearse de un grupo de pretorianos asesinos de lealtad ciega, y de haber tenido un fino olfato para saber a quién y cuándo había que quitar de en medio, eso sí, con toda una puesta en escena de sangre y vísceras marca de la casa que acabó por convertirse en su sello personal. Cada asesinato de Drago (siempre que sus ocupaciones se lo permitían se ocupaba él personalmente, fue un precursor del asesinato como arte, y se empleaba como un artista con excepcionales dotes para el oficio) podía pasar por un sacrificio al dios de lo horrendo y lo macabro. Se rumoreaba que no tenía alma, o bien que la había vendido al demonio. Yo tengo para mí que se divertía difundiendo rumores que exageraban lo malvado que era,que magnificaban su personalidad siniestra, tortuosa y despiadada, para acojonar aún más a sus enemigos y disuadirles de cualquier intento de derrocamiento por el temor a su represalia. En pocos años sus negocios se extendieron con inusitada rapidez y sus hordas de secuaces guerreaban sin tregua para ampliar sin cesar los límites de sus dominios. Se decía también que su influencia no era extraña a lo mediático y, sobre todo, a lo político, lo que añadiría otra explicación a la impunidad con que actuaba a sus anchas sin que nadie osara tocarlo.


Lo que yo sabía con certeza era que cada kilo de hachís, cada gramo de cocaína, cada papelina de caballo, no podía ser movido sin su consentimiento, y que llevaba un minucioso inventario de toda la mercancía que había en cada momento en circulación.


No era buen negocio indisponerse con Drago. Cuentan –y yo me lo creo- que a un correo que trató de estafarlo le cortó los huevos y se los metió en la boca, y que de esa guisa lo llevó ante su mujer y su madre, a las que violaron sus secuaces uno tras otro en una interminable sesión de tortura que se prolongó durante toda la noche hasta que al amanecer, con el correo ya desangrado, les cortó la cabeza a las mujeres y las depositó en la almohada de la cama en la que dormían, drogados por él mismo, los hijos del correo, que al despertarse y ver aquello perdieron la razón. No, no era buen negocio indisponerse con Drago. Lo realmente seguro era que no supiera que existías.


Para mi desgracia, sabía muy bien que yo existía.


 Sucedió un sábado por la tarde de un frío invierno, hacía dos años. Yo iba por la avenida del parque de la ciudad; acababa de meterme un pico, así que me encontraba en la misma gloria. Más que caminar iba improvisando pases de baile mientras decía cosas graciosas a los transeúntes. El subidón que te da la droga es todo lo contrario del mono. Te sientes pleno de energía, de euforia, de simpatía, de cordialidad; te acomete un irreprimible deseo de conversar, de comunicarte con tus congéneres; por unas horas te crees –o lo eres- benevolente, cariñoso, magnánimo. O sea, que te sientes vivo hasta una cota de tal intensidad que para que tus emociones no te hagan reventar es imprescindible moderarlas un poco, rebajar el efecto explosivo del pico. Por eso los yonkis tomamos, llegados a ese punto, algún tranquilizante para regular la euforia. Pero aquella tarde de invierno yo no tomé ninguno. Había pasado varios días con el mono –y no sabía cuándo tendría para la siguiente dosis-  y quería desquitarme, aprovechar al máximo cada segundo de explosiva y deliciosa felicidad, alejarme cuanto más tiempo mejor del recuerdo atormentador del mono dando rienda suelta a mi euforia, ¡qué me importaba ir dando el espectáculo por la calle! Era feliz, eso era lo único que importaba. Como he dicho, bailaba, cantaba, parloteaba sólo o dirigiéndome a cualquiera que se cruzase conmigo en aquel paseo del parque de aquella fría tarde de invierno. Aún así, yo iba con ropa de verano, el subidón hacía que la temperatura me pareciera agradable. Me crucé con un grupo de jovencitos que venían paseando en dirección contraria a la mía. Tenían pintas de quinquis, pero en mi euforia no le di importancia y le lancé un piropo a una de las chicas. De inmediato, uno de los jóvenes se acercó a mí y me tumbó de un puñetazo en la mejilla. Caí al suelo y sentí patadas por todo el cuerpo. Me recogí sobre mí mismo, tapándome la cabeza con los brazos. Oía sus gritos furiosos insultándome. De repente, se oyó un estridente frenazo y a continuación un grito autoritario. “¡Quietos!”. Los jóvenes pararon en el acto; yo no me atreví a abandonar mi postura fetal en el suelo. Se acercaron varios hombres trajeados luciendo llamativas gafas de sol con cristales de espejo. El más alto, con el pelo engominado recogido en la nuca con una coleta se acercó hasta donde yo estaba, y me ayudó a levantarme cogiéndome con fuerza por el brazo. Me miró detenidamente –pero yo no le pude ver los ojos, sólo mi cara sucia y asustada reflejada en los espejos de sus gafas-, como analizándome durante un buen rato. Se volvió sin soltarme hacia los chavales. “¿Veis esta cara?” casi susurró con una voz afilada y ronroneante, “recordadla. Si me entero de que le habéis tocado un solo pelo os la veréis conmigo”. Los chicos asintieron con la cabeza, pálidos, acojonados. Uno de ellos, el primero que me golpeó, contestó: “lo que usted diga, señor Drago, no habrá problema. Se lo juro”;  “y ahora, fuera de aquí”, replicó mi salvador sin mover apenas los labios, los dientes lupinos asomando entre ellos como los de una pantera a punto de saltar sobre la presa. Los chicos se alejaron sin volver la cabeza.


Así que el famoso Drago me había librado de una buena paliza, tal vez de algo peor. Los chicos pertenecían a una banda de delincuentes juveniles y no solían andarse con contemplaciones cuando actuaban. Eso me lo dijo el mismo Drago ya en el coche, mientras nos dirigíamos hacia no sabía donde, sólo sabía que me había dicho: “Vamos, te llevo”. Cuando el coche se detuvo delante del bloque donde estaba mi apartamento, tras el inmutable silencio que había mantenido Drago durante un  trayecto que me pareció inacabable, noté que el estómago se me quería salir por la boca. Una descarga eléctrica me recorrió la espalda y desapareció de golpe el resto de subidón que aún me quedaba. Drago sabía dónde vivía yo.


Antes de bajarme me cogió otra vez del brazo, con fuerza. “Recuerda, Lucas, que ahora estás en deuda conmigo.” Sabía que lo estaba, es lo último que hubiera deseado, pero ahora tenía una deuda con Drago. Apenas caí en la cuenta de que también sabía mi nombre. Bajé del coche, que se alejó, negro y enorme, entre las callejuelas de mi barrio.


Drago me conocía. No podía encontrar una explicación a eso, salvo que fuesen ciertos los rumores que sostenían la absoluta omniscencia de Drago en lo relativo a sus negocios. Decían de él que conocía personalmente a cada camello de cada barrio del extenso territorio de sus dominios y, con minuciosidad de censor, también los datos de cada cliente habitual, no sólo de los de poder adquisitivo, sino hasta de los más arrastrados, como yo mismo. Esa debía de ser la explicación, no se me ocurría ninguna otra. Pero para el caso lo mismo daba, yo había contraído una deuda con Drago y sabía que él no lo olvidaría; y tambíen que él sabía que yo lo sabía. Ya despejado por completo de los efectos del pico, me abrumó la conciencia súbita de que mi vida había cambiado desde el instante en que contraje tamaña deuda, que habría de pagar cuando Drago lo estimase conveniente; y en los términos por él estipulados llegado el momento.


 Desde ese día me volví un paranoico: en la calle, en el bar de Paco, hasta en mi apartamento –pero sobre todo cuando salía a ligar alguna papelina- me conducía como un desquiciado, mirando a todas partes, alerta ante el menor ruido, enfundado hasta las orejas en mi vieja gabardina para no ser reconocido. Vivía con la pesadilla permanente de que Drago me reclamase lo que le correspondía. Y Drago no me olvidaba. De tarde en tarde, algún camello tropezaba conmigo como por casualidad, me paraba y me pasaba una papelina. “Saludos de Drago, invita la casa”, solían decir. Y aquellos picos, que no podía dejar de meterme, han sido los más amargos de mi vida, aunque debo reconocer que en el fondo le estaba agradecido a Drago, porque me los hacía llegar en los momentos de mayor penuria, cuando no tenía ni para un mísero canuto o una cerveza. Era como si él supiese. Y yo estaba seguro de que sabía; no sé cómo, pero sabía. También eran toques de atención, avisos, como diciéndome: estoy aquí, no lo olvides. Y yo no lo olvidaba. No podía dejar de recordar a cada instante que Drago estaba ahí. Esperando.


De modo que aquella tarde en que sonó el teléfono de mi apartamento me temí lo peor desde que oí el primer timbrazo.


 Y lo peor sucedió. Era Drago.


Me citó para esa misma noche en uno de sus clubs. Un coche pasaría a recogerme a las ocho. Me darían algo para los nervios, dijo con un leve matiz irónico.


A las ocho y media el coche se detuvo frente al club. Escoltado por dos de sus hombres, me introduje en la penumbra del recinto. A la izquierda, una camarera se afanaba en ultimar la limpieza de la barra tenuemente iluminada. Me condujeron hasta el fondo del local, a un reservado donde Drago esperaba sentado, removiendo los cubitos de su copa con el índice de la mano derecha, lentamente, con una parsimonia sin duda estudiada para amedrentar, pero yo ya iba con el susto puesto, desde que oí su voz por el teléfono, y no había podido apaciguarlo ni con el ínfimo pico que me proporcionaron en el coche para calmar el mono sin perder la lucidez, la dosis exacta. Me senté frente a él, en el sillón que me señaló con su otro índice ensortijado. Contemplé mientras esperaba los cristales de sus gafas y su pelo engominado, la coleta fuera de mi vista.


“Hola, Lucas”


“Hola, Drago”


“Ha llegado el momento de saldar nuestra deuda”


“Me parece bien. Tú dirás”


Me acercó una fotografía que había encima de la mesa y en la que yo no había reparado. En ella se veía a un tipo desaseado y aunque sólo aparecían la cara y parte de los hombros se podía adivinar que se trataba de alguien menesteroso, puede que un vagabundo, o tal vez un yonki, como yo mismo. El tipo llevaba unas gafas de sol anticuadas y lucía una barba entrecana tapada en parte por la solapa subida de la gabardina. Finas arrugas atravesaban a lo ancho su frente y dos más prominentes y verticales destacaban en el entrecejo fruncido. Tenía pinta de malas pulgas, la cara hosca y esquiva, como tratando de rehuir la cámara que le tomó la instantánea.


“Su dirección está por detrás”, dijo Drago.


“¿Qué quieres que haga?”


“Matarlo”


Me costó dominar el impulso de salir huyendo. Me concentré en la fotografía para que no se me notase el pánico. Al cabo de un minuto levanté la vista y la fijé en los espejos de sus gafas.


“Nunca he matado a nadie”, balbucí.


“Bueno, no hace falta experiencia…y ya sabes, siempre hay una primera vez para todo. Te proporcionaremos un arma. Síguelo durante unos días, encuentra el lugar y el momento adecuados y mátalo. No te precipites, tómate tu tiempo. Pero no deben cogerte, si eso ocurriera te mataría yo a ti. No deben quedar pistas, nada que me vincule a este asunto, ¿queda claro?”.


Quedó claro. De modo que algo más de una semana después yo estaba sentado en la terraza de una cafetería, haciendo como que leía el periódico y esperando. Eran casi las once, así que estaría a punto de aparecer. Cada mañana lo hacía sobre esa hora, con bastante puntualidad, cosa que me sorprendió ya que su aspecto no invitaba a suponer en él esa cualidad. Su indumentaria era desaliñada, siempre con una gabardina raída y sucia cubriendo –quizá ocultando- otra vestimenta tal vez más ajada y por tanto menos adecuada para lucirla –aunque no parecía persona que le preocuparan tales detalles-; calzaba botas militares muy desgastadas por el uso, puede que adquiridas en un baratillo o incluso -¿por qué no?- heredadas de un tiempo en que fue militar y acaso feliz, uno tiende a conservar prendas y enseres de épocas que fueron mejores, merecedoras de ser perpetuadas en la memoria; o sólo épocas diferentes, que rompieron la monotonía de una vida homogénea y átona, digna de ser recordada sólo por esas experiencias distintas a las demás y que nos producen la ilusión de que nuestra vida ha tenido sentido sólo por haberlas vivido.


Llevaba cinco días siguiendo los pasos de aquel tipo y desconocía de él casi todo; sólo la rutina precisa de sus paseos diarios, de diez a dos de la tarde –el resto del tiempo no salía de su casa-, recorriendo las mismas calles en el mismo orden y al mismo paso me hacían suponer en él un carácter pronosticable, como lo eran sus costumbres. Sus sempiternas gafas de sol no lograban ocultar una cara desabrida y huraña, puede que rencorosa, una cara de pocos amigos. Caminaba con la cabeza gacha, la barba casi oculta por las solapas de la gabardina, como guareciéndose u ocultándose. Ese hombre quería pasar desapercibido. Supuse que tal vez sabía que Drago le quería mal, tal vez también supiera que lo quería matar, o simplemente era su forma de ser, un misógino, un ser resabiado y triste incapaz de hacer las paces con la vida.


Lo vi doblar la esquina de la calle y caminar hacia la cafetería, como cada mañana. Siempre hacía el amago de entrar para cambiar al instante de opinión y seguir su camino. Yo solía observarlo de lejos, procurando ocultarme a su vista. Aquella mañana decidí sentarme en una mesa de la cafetería para poder observarlo mejor, más de cerca. Ocurrió que ese día, para mi sorpresa, no llevaba las gafas de sol. Al pasar a mi lado levanté la vista del periódico y la dirigí directamente a sus ojos. Ahí fue cuando me alarmé. Eran de un color marrón claro, con reflejos opalescentes o ambarinos, medio tapados por los párpados caídos bajo el peso de sus espesas cejas. Lo que me aterró por un instante fue su mirada penetrante y fría que pareció querer leer mis pensamientos, aunque al instante se tornó lánguida y vacía, como si me hubiese evaluado y desestimado en un instante. Inmediatamente bajé la vista de nuevo al periódico, pero las manos me temblaban. Él siguió su camino y yo me concentré en el recuerdo de su mirada, que fue como una puñalada. Había sido solo un instante, pero pude advertir el espíritu inquisitivo y dominante que había en ella, la crueldad que despedía. Era la mirada de un hombre despiadado que sabe ocultar su condición. Y producía una desoladora sensación de vulnerabilidad, como si te estuviera perdonando la vida, pero dejando claro que podía no haberlo hecho si esa hubiera sido su elección. Esa misma mirada –u otra idéntica- la había yo conocido muy bien hacía casi  treinta años, en el colegio Sagrado Corazón. Era la mirada de Fernandito, el único amigo de verdad que había tenido en mi vida. Nuestra amistad estuvo cimentada en una relación de dominio por su parte que acepté desde el primer momento y que nunca puse en duda, porque la intuía como la única posible entre nosotros, condicionados por nuestros diferentes temperamentos; contundente, brusco, a veces cruel hasta el sadismo el suyo; conciliador y sumiso el mío.


Si ese hombre era Fernandito, ¿podría yo matarlo?: era el recuerdo de nuestra amistad la tabla de salvación a que me aferraba para dar algo de sentido a mi vida. Nunca hubo otra relación que alcanzara la intensidad de aquella. Después de separarnos, al final del bachillerato, mi vida fue deslizándose por un tobogán infernal hacia el cenagal de miseria y adicción en el que vivía; de él, nada volví a saber. Y ahora podía ser, o casi con toda seguridad era –miradas como esa debe de haber muy pocas- la persona que tenía que asesinar.


Lo decidí de repente. Fui tras él con paso ligero, casi corriendo. Lo alcancé pronto, sus andares arrastrados lo desplazaban despacio. Casi a su altura lo llamé por su nombre. Se volvió y me dirigió una mirada feroz y angustiada al mismo tiempo. Era la mirada de Fernandito; ya no tenía dudas: era él. No dije nada, sólo me di la vuelta y me dirigí con desgana a la guarida de Drago.


Le confesé mi incapacidad para matar a aquel amigo, cuya amistad fue lo único verdadero que hubo en mi prescindible vida de niño cobarde que se convirtió en yonki para huir de su cobardía.


“Tu sabrás”, dijo Drago sacando su revolver, “yo siempre cobro las deudas, de un modo u otro”. Disparó. Caí al suelo. Drago se agachó junto a mí al tiempo que se quitaba las gafas de espejo. Por vez primera vi sus ojos. Eran ambarinos, y tenía una mirada sigilosa, cortante e inmisericorde, con un trasfondo  de melancolía, como de halcón herido.


“Sigues siendo un imbécil y un acojonado, Lucas, igual que en el colegio. No te enteras de nada, pero me conmueve tu lealtad de perro, por eso te ahorraré la agonía.”


Mis últimas palabras, como las de todos los moribundos, fueron vanas.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Es posible que, literariamente hablando, sea de lo que mejor hayas ecrito, en mi opinión, claro. Pero el tema me entristece el espíritu. Quizás porque está muy bien escrito.
pepa mas gisbert ha dicho que…
Que sepas que he pasado, no he podido leerlo todo, otras obligaciones me reclaman pero volveré. Es desde luego un relato excelente.

Un abrazo

Entradas populares de este blog

Política extraña

Parece que el mundo presenta indicios de cambio, lo que siempre es una buena noticia a la vista del rumbo que lleva desde que los humanos lo dirigen –con alarmante férrea mano y escaso juicio desde la revolución industrial del siglo XVIII, para poner coordenadas y centrar nuestro momento histórico-. Las elecciones primarias que se celebran en los Estados Unidos son fiel reflejo de dicho cambio. ¿Una mujer y un negro con opciones de alcanzar la presidencia? Atónito estoy, no doy crédito, alobado, vamos. Aunque parece que el voto latino pesa más que en otras ocasiones, no creo que sea razón suficiente para explicar este hecho. Algo visceral está sufriendo una transformación en el seno de la sociedad norteamericana, que es decir la civilización occidental. Y ese algo a lo mejor no será conocido hasta que el tiempo y los exegetas de la historia pongan los puntos sobre las íes del actual panorama sociológico; y a lo mejor eso puede demorarse decenios, tal vez siglos. De momento no puedo d

Anécdota sobre Dalí

Refiere Fernando Arrabal una anécdota sobre Dalí que tal vez arroje alguna luz sobre la compleja personalidad del pintor. Según cuenta el escritor se encontraban ambos en Nueva York y Dalí invitó a Arrabal a una fiesta privada en la que era muy posible que se dieran prácticas orgiásticas.

Opinar

A veces opino de cualquier cosa en este blog pero como un ejercicio de reflexión, más o menos liviano o sesudo en función de la hora y del ánimo. Por eso quiero dejar claro que cualquier parecer, juicio o afirmación mías acerca del asunto que sea son fácilmente revisables con las indicaciones adecuadas y, llegado el caso, hasta desmentidas sin el menor pudor por mi parte. La naturaleza de las personas inteligentes debe poseer una faceta de rectificación que los honra intelectual y moralmente. Por desgracia, ese no es mi caso. Soy un veleta y en el fondo muy pocas cosas me atraen lo suficiente como para tomar posición respecto a ellas. Si cambio de opinión respecto a un asunto, por vital que pueda ser o parecer se debe llanamente a que la opinión previa carecía de convicción al ser enunciada; peor todavía, más de una vez me he pronunciado para que quien me leyese pensara que yo tenía algún tipo de opinión sobre algo. Cuando la verdad desnuda es que no tengo claro casi nada, y casi nad