Un humo denso y plomizo se elevaba sobre los tejados de la ciudad. Los rayos del sol no conseguían atravesar aquella espesura gaseosa. Era un día como otro cualquiera, la misma quietud indolente, la misma monotonía cromática, el silencio de la desesperanza. El tiempo se apelmazaba sobre las calles vacías, laberínticas y estrechas, y la mugre y el abandono tiznaban de olvido las fachadas de las casas. Como una foto en blanco y negro de sí misma, la ciudad se diluía en su propio olvido, delicuescente y etérea, momificada, como esperando un piadoso soplido para deshacerse al fin en cenizas.
Un cuervo se posó sobre la estatua de algún preboste local y trató de picarle los ojos de mármol. En una ciudad sin alma no hay alimento para los cuervos.
El río alquitranado se remansaba en turbios recodos donde se acumulaban inmundicias que había arrastrado desde muy arriba, desde otras ciudades de las montañas donde todavía ardía la llama de la vida.
El niño apareció silbando desde una esquina y enfiló la calle dando saltitos y lanzando de vez en cuando alguna piedra con una honda de caucho desgastado. Sus proyectiles rompían con tino cristales de farolas y de escaparates. Uno de ellos le acertó a la cabeza de la estatua y el cuervo voló espantado.
“No hay vida en este pueblo, pero los muertos se salvarán”, cantaba como para sí mismo sin interrumpir sus pedradas ni su danza incongruente.
Una verja le interrumpió el paso. Era el cementerio. El niño se acercó al muro y retiró con dificultad una piedra que sobresalía en la base. Se coló por el hueco y entró. Caminó con seguridad entre las tumbas, se detuvo y escrutó el vasto campo repleto de lápidas. Eran tumbas muertas, más muertas que sus moradores; cadáveres de tumbas; desposeídas de la dignidad que concede la intemporalidad. Tumbas mortales. Todo el cementerio era un cadáver inmenso, una colmena muerta.
El niño deslizó con facilidad una lápida y se introdujo en el foso. La lápida volvió a su anterior posición. Llegaba tarde. La oscuridad envolvió el cementerio y también la ciudad.
Y una canción entonada por múltiples voces se alzó sobre el cementerio, sobre la ciudad, una única voz trenzada con las voces acompasadas de incontables niños; una voz gutural, de ultratumba.
“No hay vida en este pueblo, pero los muertos se salvarán”.
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Un abrazo, estupendo relaato