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Mostrando entradas de julio, 2009

El ascensor

El escritor se levantó pronto ese día; para variar se duchó, se afeitó y escogió un atuendo que no le sentaba del todo mal. Como remate, se roció con unas gotas de colonia Varón Dandy. Al salir de su apartamento, ubicado en la quinta planta del edificio, coincidió con el banquero y su esposa; él iba al banco y ella a casa de su hermana, madre reciente, para ayudarla con el crío, que no paraba de berrear y ponía a la madre de los nervios. Subieron los tres al ascensor y el escritor no pudo evitar lanzar una mirada encendida a la mujer del banquero, que se ruborizó porque la mirada le recordó la tarde que habían pasado juntos hacía una semana, aprovechando que el banquero debía quedarse hasta tarde en el banco para ajustar unas cuentas –literalmente-. Desde el día que, dos meses atrás, el escritor se ofreció a llevarle las bolsas de la compra tras coincidir en el portal, habían comenzado un lío de pronóstico reservado. El banquero, como todos los cornudos, especialmente si se ganan la

Mi tiempo

Las lluviosas mañanas de invierno despiertan mi melancolía en forma de recuerdos perfumados de tristeza. El hecho en sí tal vez no fue triste, pero los años truncan la realidad con la precisión implacable de una segadora mecánica y lo que fue de una manera hoy se me antoja de otra. El ánimo que me envuelve en cada instante matiza mi vida entera de uno u otro color. En cambio los radiantes atardeceres del verano sureño me obligan a mirar hacia el futuro con una esperanza que debe parecerse mucho a la fe que nunca tuve. Veo el mañana con ojos ansiosos y deseo que el tiempo acelere su curso para que la impaciencia por vivir deje de retumbar en mi corazón. Pero me calmo pronto porque sé que el mañana siempre llega, aunque no sea para todos, pero sí para mí, pienso con incongruencia, sí para mí, y descubro que es una súplica que se debe parecer mucho a las oraciones que nunca pronuncié. Las estaciones y los sentimientos se conjuran para alterar sin motivo mis estados de ánimo, mi tornadi

Perdidos

Nuestras vidas están regidas por el azar, al menos en lo fundamental. No podemos elegir a nuestros padres, ni dónde nacemos, ni qué aspecto vamos a tener, ni siquiera si vamos a ser buenas o malas personas. Si echamos un vistazo a nuestro pasado nos damos cuenta de que la mayoría de los sucesos importantes de nuestra vida han sido fruto de la casualidad. Por eso existe tanta gente trastornada, porque no se resignan a no ser dueñas de sus vidas. Las frustraciones y las neurosis nacen del choque entre nuestros deseos y los designios del destino, en virtud de un proceso mental disparatado que nos lleva a querer modificar locamente el destino en vez de modificar nuestras expectativas. Queremos amoldar el mundo a nuestros caprichos en lugar de marcarnos metas que se adapten a nuestra realidad objetiva. Si, por ejemplo, un señor pretende ser mister universo ha de tener en cuenta que es un requisito indispensable para tal propósito ser alto y guapo. Pero si es bajito y feo y aun así no se b

Utopía

El correr de los años sólo nos trae la ventaja de quitarnos tiempo para cometer errores. No es cierto que nos haga más sabios, aunque puede que sí más tontos justamente porque nos creemos más listos al haber presumiblemente acumulado conocimientos y experiencia que nos enriquecen como personas, cosa que sería cierta si supiésemos cómo aplicar tales conocimientos y experiencia a nuestra cosmovisión y a nuestra pragmática de la vida, y eso no sucede casi nunca porque la inercia de toda una existencia haciendo el capullo suele prevalecer sobre una supuesta capacidad de cambio, por mucha voluntad que se le eche, que desgraciadamente no suele ser suficiente, paradójicamente por falta de voluntad. Decía Lichtenberg que tenemos más fuerza que voluntad y por eso descartamos de antemano empresas que nos serían de provecho por considerarlas inabarcables. La desidia, el miedo al fracaso, la pereza son los perores enemigos de nuestro crecimiento como personas. Huimos de nuestros miedos por miedo

Mónica

Había en sus ojos esa irónica malicia de quien usurpa la personalidad de otra persona. Eran ojos de mirada hipnótica repleta de vagos matices tras los que se adivinaba una camaleónica y perversa capacidad para mostrar distintas facetas de carácter sin permitir entrever una sombra de disimulo, una facultad de diversificación que sólo los grandes actores o los grandes locos poseen. La trajo mi hermana una tarde de septiembre, dio alguna vaga excusa para introducirla en su cuarto del que no se movió desde entonces. Fueron tres meses en total, creo, lo que duró su estancia en casa antes de que yo la matara. Era una obsesión para mí, aquella mirada siniestra, diabólica, me perturbaba los días y me arruinaba los sueños. No podía sacarme de la cabeza sus ojos que escondían un ser que no era ella, un ser aprisionado en aquel cuerpo menudo y maleable, siempre cubierto por un vestido de tul, siempre sentado en la silla del cuarto de mi hermana, de cara a la puerta de la habitación, como espera

El desierto

El viento de fuego abrasaba su piel y le mantenía vivo y alerta. La vasta extensión de arena que se extendía ante su vista era la alegoría de la superación del sufrimiento por la voluntad que él buscaba cuando se adentró solo en aquel desierto tétrico. Siempre tuvo la remota sospecha de que algún día, de alguna manera, tendría que poner a prueba su capacidad de supervivencia, porque el mundo cómodo y abúlico que le había tocado en suerte lo rechazaba desde el fondo de sus entrañas, abominaba de él y de los que lo habitaban, por eso siempre fue solitario y huraño. No pasaba día sin dedicar unos minutos de desprecio a cuanto le había sido concedido sin haberlo él solicitado. Tenía la certeza de haber nacido para encontrar sus límites y vivir en el territorio fronterizo de la muerte, vivir allí y sólo allí con plenitud, con la euforia del suicida que demora voluptuosamente el instante definitivo, con la paz de espíritu que proporciona una hemorragia de adrenalina. Pocas cosas aprendió e

El tren

Al borde de la medianoche, un automóvil parado sobre la vía del tren rompía, con los reflejos tenues que la luna arrancaba a su chapa gris metalizada, la monotonía negra que extendía su dominio hasta el horizonte, y quizá más allá, porque ninguna luz ni otro reflejo se divisaba, o no lo divisaba al menos el ocupante del vehículo, concentrado en el esfuerzo que le suponía tratar de liberar sus manos, atadas a su espalda con una cuerda fina y mordiente. Estaba situado en una postura incómoda entre los dos asientos delanteros, sentado en el del conductor pero inclinado sobre el del acompañante, y moviendo con violencia sus muñecas a lo largo del freno de mano, arriba y abajo, una y otra vez, tratando de desgastar las cuerdas que las unían. Si lo lograba, aún tendría que desatar también los tobillos, atados con una cuerda idéntica a la de las muñecas, y por último, tras despegar de su boca la cinta americana que la amordazaba y dificultaba la respiración, agitada en exceso por el esfuerzo,

La lámpara

Sólo cuando me acerco la lámpara refulge. Trato de acortar distancias con mi mano y el resplandor ilumina la habitación como si fuesen carnavales. Me asusto entonces y la voy retirando con cautela, mientras contemplo cómo la luz languidece y el metal de lo que parece una lámpara de aceite adquiere su brillo habitual, más bien opaco a la incierta luz de la luna mediada que trata de inundar, sin conseguirlo, mi habitación. La encontré en una escombrera y enseguida me cautivó. No sabría decir el porqué. Tal vez su forma trabajada por el más hábil de los orfebres –aunque yo de arte, ni flores-, o quizá su destello igual que un sollozo, o incluso su posible valor monetario. El caso es que me la traje a casa y aquí lleva tres días. Ella encima de la mesa del comedor; yo, sentado en una silla siempre a su alcance, como si temiera que fuese a desaparecer, o que me la robaran como por arte de magia. Y la duda, y el miedo.¿Qué hacer? Es sin duda un caso de hechizo, de embrujamiento. No puedo d

Náufraga o no

En un accidente en el que un avión de pasajeros se estrelló en picado sobre el Índico hace unos días ha sido rescata con vida una niña de catorce años. Desconozco las probabilidades que los expertos le atribuirían a priori a su inverosímil supervivencia, pero no deben de ser menores que la de que te toquen doscientos millones de euros con un solo boleto en esa lotería europea que no conozco bien. Tal vez de un grado o dos de magnitud menores (10 elevado a uno o dos ceros, o más). La iglesia católica exige tres pruebas irrefutables de que ha habido milagro para determinar la santidad de una persona, aunque la irrefutabilidad de las pruebas las determina la propia iglesia y queda sujeta a su no siempre imparcial dictamen. Esta niña sigue con vida no sólo porque de algún modo que aún nadie se explica salió despedida del avión cuando este descendía en caída libre a y una burrada de millas por hora, y fue a aterrizar sobre un trozo de fuselaje en el que se mantuvo más de doce horas sin su

Los Rollings

Los Rolling Stones parecen envejecer de manera distinta al resto de las bandas musicales. Para empezar, un concierto suyo en este siglo sigue convocando a tanta gente como en el siglo pasado, cualquiera que sea la década que consideremos. ¿Y eso por qué, cuando tantas bandas han sucumbido al paso del tiempo? Tienen una habilidad para conectar con la gente de la que ningún otro grupo hasta hoy puede presumir. ¿Dónde reside su hechizo? Yo no soy un experto en música ni mucho menos en antropología de cantantes, pero sospecho que, además de su entusiasmo como artistas que se saben inigualables, cuentan con el valor añadido de la eterna juventud de Jagger. Que un sesentón tenga figura de adolescente y maneras de tal sobre el escenario, supongo que influye lo suyo, sobre todo si ese Peter Pan de lo juglares ha sido y, en cierta manera continúa siendo, un icono sexual para varias generaciones de seguidores incondicionales. Yo de mayor quiero ser una fantasía para las adolescentes, ya que no