Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de abril, 2009

Miedos

Como vivía con el miedo permanente de ser envenenado por alguno de sus sirvientes, sobornado por alguno de sus innumerables enemigos, hizo torturar a cada persona que servía en palacio, desde el chambelán hasta el último palafrenero, convencido de que el culpable confesaría la villanía que se estaba fraguando contra él. Murieron varios de los torturados y el restó quedó muy afectado, algunos desgraciados de por vida. Tres se confesaron culpables para acabar con los sufrimientos. Se les ajustició públicamente, a pesar de lo contradictorio de sus declaraciones, que formaban tal galimatías que hasta el jefe de seguridad de palacio tuvo que admitir para sus adentros la inocencia de aquellos desgraciados. Como el pensamiento de que alguna de sus esposas le era infiel le trastornaba el sueño, hizo comparecer ante él a todo el harén y, una por una, acusó a todas sus mujeres de adulterio. Cada una se defendió como pudo y todas esgrimieron en su defensa el argumento de que sólo trataban con

Volar

Delante del espejo se ajustó el nudo de la corbata y verificó que su carísimo traje comprado en Milán no más de dos meses atrás lucía impecable sobre su cuerpo musculoso de gimnasio. Siempre había llevado una vida sana: dieta, deporte, moderación le habían moldeado un ánimo brioso y optimista con el que junto a su habilidad e inteligencia se había abierto camino en la espesa jungla financiera de los mercados bursátiles más inextricables. Buscaba la adrenalina en operaciones de alto riesgo, que invariablemente se resolvían en unos cuantos ceros añadidos a las cantidades arriesgadas en ellas por sus incondicionales clientes. Llamar comisión a su parte era casi una ingenuidad. Su olfato de lobo financiero sólo le había fallado una vez: la última. Bien sabía que en aquella selva no había sitio para un rey destronado. Su dignidad le dictó su propia sentencia. Tras una última ojeada a su imagen de galán de cine de cuando el cine era cine, se dirigió al enorme salón del magnífico ático que

El sabio

Dedicó su vida al conocimiento, aunque nunca lo disfrutó, porque no se detenía a paladear los sutiles manjares que los libros y los años le ofrecían, sino que los iba almacenando, como nueces las ardillas, para degustarlos algún día que nunca acababa de llegar, ya que él lo demoraba sin remordimientos ante la arrolladora seguridad de que era más fructífero el tiempo dedicado a la cosecha. Con la constancia de los obcecados y la urgencia del amante primerizo se esforzaba día tras día en aumentar el tamaño de su sabiduría con la equívoca esperanza de que le libraría de sus miedos. No advirtió hasta que fue tarde las infinitas posibilidades que la vida le brindaba, tan cegado estaba por su sed de ideas singulares, de opiniones distintas, de hallazgos reveladores. Por vivir más sabio que el resto de los hombres no le quedó tiempo para vivir una vida real fuera de sus mamotretos. Pensaba sin sentir, como un autómata programado para repetir su misma historia un día tras otro, una historia

Mi sombra y Sontag

Por más que trato de darles esquinazo, cuando viajo siempre van conmigo mi sombra, mi memoria y mi imaginación. La primera, dibujada sobre el suelo como el negativo de mi propia fotografía, me recuerda el destino de mi cuerpo mortal, el reposo eterno que padecerá en un oscuro cubil bajo un pedazo de tierra que mi sombra busca sin fatiga, ausente al hecho consabido de que sólo lo hallará   el día que se reúna con mi cuerpo ya para siempre, y configuren una armonía eterna de negrura y polvo. Mi memoria, siempre acompañada por la culpa, despierta mi remordimiento en el momento menos oportuno, aguando inopinadamente una jornada tal vez agradable de mi viaje de turno. Y, por último, mi imaginación, que siempre se resuelve en perspectivas sombrías que me destemplan por completo el ánimo, ya vapuleado por la sombra y la memoria. Así que las tres, por turnos o a un tiempo, se conchaban para procurar mi desdicha y hacer inútil un viaje cuyo propósito era disfrutar de unos días dichosos. Dec

El decorador

Él sabía que no eran muchos en total, cinco o seis a lo más en todo el mundo. Como también sabía que los otros no sabían más que él mismo. Se daba a conocer con suma sutileza, frecuentando actos adonde la parte noble de la sociedad solía acudir, y entablando con delicadeza y paciencia relaciones con algunos de ellos, los de peor aspecto y por tanto los más necesitados de sus servicios. Así lo harían también sus cofrades, allí donde estuviesen –serían nómadas, como lo era él, por precaución-. Las herramientas que utilizaba estaban hechas del material de los sueños, y esto era difícil de explicar a sus clientes, por eso, para evitar inquietudes y temores de última hora, o hasta renuncias, dedicaba mucho tiempo a la fase de ‘sensibilización’, como él la denominaba. Cuando llegara el momento, el paciente debía confiar plenamente en él, que a su vez, capacitado por esa confianza que el cliente le dispensaba, estaría en condiciones de disipar cualquier reticencia o duda, muy indeseables just

Humo

La primera vez que Abel llegó tarde a casa, encontró a Lisa esperándole. Fumaba un cigarrillo con la vehemencia de los que esperan los resultados de una biopsia. Sentada en el sofá, con una bata de seda color salmón, tenía un aire tan angelical, de su rostro emanaba tal inocencia que desarmó los argumentos que había preparado Abel para justificar su retraso. Se sentó junto a ella en el sofá y encendió un cigarrillo; le ofreció uno a Lisa que acababa de apagar el suyo y le acercó la llama del encendedor. Fumaron juntos, dando hondas caladas al principio, para ir reduciendo la fuerza de la aspiración a medida que se reestablecía la paz en el salón. No hubo preguntas ni reproches. Abel se lo agradeció. Estaba cansado. Se habían casado hacía tres meses. La primera vez que Abel dio una bofetada a Lisa tras llegar tarde y bebido, ella no trató de defenderse, pero mantuvo su mirada fija en la de él hasta que le desarmó la furia infundada. Él se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo. L

Huir de uno mismo

Aunque la cuestión que tanto pavor le causaba es tan trivial como el ser humano y tan antigua como la propia humanidad, él pensaba que en su caso, el terror a la muerte era de una naturaleza mórbida tan retorcida que lo exacerbaba hasta un punto en que ya no sabía a qué temía más, si a la idea de la muerte, o al miedo que le causaba la idea de la muerte. Como era de naturaleza cobarde, se pasó la vida tratando de disipar sus angustiosas cavilaciones a través de la práctica de múltiples y agotadoras actividades que mantenían su mente alejada de aquellos funestos pensamientos. Puso tal empeño en la consecución de objetivos pretendidamente loables -y que él sabía vanidosos y vicarios, además de sucedáneos-, tal esmero en el desempeño de sus fatigosas tareas, que cuando consiguió fama y riqueza se sintió perplejo por el rápido e inesperado cumplimiento de sus ambiciones, y asolado ante la perspectiva de una vida sin objetivos que le condenaba a ensimismarse con sus temidas reflexiones, d

La sedición

Me da no sé qué confesarlo, pero creo que me estoy volviendo loco. Llevo semanas dándole vueltas al asunto y cada vez encuentro más indicios que me llevan a esa conclusión. Mi mente está actuando por su cuenta, al margen de mi voluntad; es como si me estuviera desdoblando, pero no para producir dos personalidades diferentes, sino más bien se trata de una especie de sedición de la totalidad de mis neuronas, que aunando sus esfuerzos en la misma dirección, tengan por objetivo adueñarse de mi cerebro y constituirse en algo así como un territorio independiente, aunque no logro imaginar su naturaleza (¿cantón, provincia, estado?); aunque sé que el fin último es enajenarse de mí, de mi cuerpo, emanciparse de un órgano enfermo que las constriñe, que limita de continuo sus ansias de volar, de explorar nuevos territorios y exóticas posibilidades, realidades que intuyen sin conocerlas, universos mágicos donde todo es posible, espacios inexplorados por la imaginación, en fin, todo aquello que h

El inventor de juegos

Durante el resto de su vida, Tomasín habría de recordar aquella tarde lejana de su infancia como la primera tarde en que su padre no estaba en casa para jugar con él. Y en su mente se hacía la confusión cada vez que intentaba rescatar los trozos de su memoria que se habían perdido para siempre y que le impedían completar el lienzo de su vida, apuntalar su integridad mental, y buscar, libre de ataduras a un pasado incierto, el camino de su felicidad. Aquella tarde que partió su vida en dos pedazos de tiempo Tomasín salió corriendo en cuanto sonó la sirena que señalaba la finalización de las clases. Desoyó las propuestas de diversión de varios de sus compañeros y enfiló al galope el camino hacia su casa, donde su padre le esperaba con un juego nuevo que había inventado para los dos. Su padre siempre estaba inventando juegos, era su pasión, y Tomasín la compartía, aunque él no colaboraba en la etapa de elaboración y se limitaba a esperar con ansia mal contenida a que su padre terminar

Fantasmagoría

A veces pienso que mi imagen en los espejos es el único testimonio de mi existencia física. Siempre he adolecido de una tendencia insana hacia la transparencia, o hacia la disolución de mi cuerpo, que pasa a ser por completo gaseoso, pero de un modo cohesivo, para que mis moléculas no se dispersen y acaben formando parte del cosmos. Esta tendencia ya la advirtió mi madre siendo yo muy chico; a veces ella iba a ver si dormía y se encontraba la cuna vacía, y aunque yo me volvía corpóreo ante sus gritos de horror, el susto se le quedaba en el cuerpo durante días. Se llevaba unos sofocos que no fueron superados ni cuando, ya crecidito, decidí un día que quería ser político. “Tú lo que vas a ser es gilipollas”, sentenció mi padre sin mirarme desde su sillón de ver el fútbol. Creo que no andaba tan desencaminado como yo suponía. No hay una causa definitiva para mi cambio de estado físico, o al menos no me ha sido diagnosticada, pero yo sé, a despecho de lo que digan los médicos, que tien

El ciego del perro IV

Seguimos con el ciego paseando por la playa agarrado a la cadena de Boniato. Hace viento y empieza a refrescar. Sale bruscamente de sí mismo, se separa de sus pensamientos y decide que hay que regresar. En ese momento Boniato tira de la cadena y con ella de él, que casi cae. Logra conservar el equilibrio porque justo entonces el terreno se empina y él apoya su mano en una ladera imprevista mientras oye al perro ladrar con furia. ¿Qué habrá visto? Los tirones del perro le impiden recuperar del todo el equilibrio y se ve obligado a trastabillar en pos de Boniato subiendo por esa ladera. ¿Qué está pasando? Trata de gritarle al perro que se calle, pero una inquietud repentina le hace callar. Algo no va bien. Oye, lejanas, unas voces, sin distinguir las palabras. Al menos no todavía. El perro se ha detenido y él supone que está en la cima de aquel montículo de piedra y tierra, porque no recuerda que en esa zona hubiese una montaña o un obstáculo de mucho tamaño, debe de ser algo nuevo o q

Terapia II

Verá, doctor, todo comenzó hará unos seis meses. Estábamos cenando mi mujer y yo en la cocina cuando de repente ella dijo que no me quería, que nunca me había querido. En un tono desenfadado, como quien charla de cosas banales con un amigo o con un amor, me fue desgranando todas las cosas que odiaba de mí. Yo la miraba boquiabierto, embelesado por el contraste entre sus palabras fatales y su semblante relajado, casi divertido. De repente se calló, dejó el tenedor sobre la mesa y se llevó las manos a la cara para ocultar una lágrimas súbitas, quizá inoportunas. Yo no sabía si consolarla o llorar con ella, imagínese la situación, menudo palo, así, de golpe, toda tu vida a tomar por saco, con perdón. Se levantó furiosa y se dirigió al salón, pero antes de salir se volvió y me dijo con una mirada de hielo: “Pero lo que nunca te perdonaré es que arrancaras el limonero del jardín.” ¿Sabe, doctor? Nunca hemos tenido jardín porque vivimos desde que nos casamos en un piso del centro. Me que

Terapia

-Verá, doctor, todo comenzó hará unos seis meses. Yo siempre he sido muy bueno en lo mío; mis superiores, sin excepción, me han tenido en la más alta estima. Nunca me ha faltado trabajo, a Dios gracias. Soy muy meticuloso, me obsesionan los detalles, tengo pánico al fracaso, tal vez por eso lo hago todo tan bien, nunca fallo, y tal vez por la misma razón me encuentro hoy en este estado, con esta angustia que me ahoga y con este miedo que se me ha metido en el estómago, esta ansiedad, este sufrir. Disculpe usted las lágrimas, doctor, no lo puedo evitar, me salen así, de pronto, y no me puedo contener. A veces me pasa incluso en pleno trabajo, y claro, la vista se me nubla y eso dificulta mis tareas; he cometido algunos fallos últimamente, estoy empezando a ser cuestionado y eso me perjudica bastante, la voz se corre y en poco tiempo todo el mundo lo sabe, y antes de que te des cuenta, una carrera inmaculada como la mía se va por el desagüe, te quedas en la puta calle, con perdón. Así

Obama

Que la guerra de Iraq es una guerra del petróleo parece bastante evidente incluso para quienes prefieren engañarse a sí mismos, que suelen ser los más hondamente engañados. El control político de Oriente Medio ha sido una de las prioridades estratégicas de los Estados Unidos desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Su señorío sobre los países productores de petróleo de la zona, hábilmente disfrazado de alianzas, acuerdos de cooperación o cualquier otra sutileza retórica que el gabinete estadounidense esgrimiese para despistar al personal, es una tiranía 'de facto' y profundamente hipócrita, porque para conseguirla no sólo se ha mentido con desfachatez sino que además se ha hecho apelando a los valores morales que tan a gala tienen los norteamericanos y por mor de los cuales se han creído históricamente legitimados para ejercer el liderazgo mundial; y también por el insensible desprecio por las vidas de millones de personas puestas en grave peligro que este comportamiento tir

Has vuelto

Has vuelto a mis sueños. Me asaltas de madrugada y te introduces en mi mundo sin pedir permiso, arrasas mi inconexa realidad hecha de recuerdos desvirtuados y desgarrados jirones de vida que no se han acabado de desprender, pones un poco de orden aquí, algo de desorden allá, compones y descompones a tu antojo lo único inquebrantablemente mío, el jardín prohibido que invento cada noche para refugiarme en él, para ponerme a salvo de la otra vida que no sé manejar, que me desborda y me zarandea como un vendaval a una mariposa. Por eso fabrico en mis sueños una realidad a mi medida, en la que todo obedece a un orden diseñado por mí para mí solo, donde soy feliz por unas horas que a veces valen por toda una vida. Y apareces tú de nuevo, ahora que te creía olvidada, que me sentía seguro entre mis flores y mis abejas, intocable. Ni eso respetas, ni lo más sagrado. Nunca lo has hecho. No quiero hablar contigo, no te voy a seguir el juego; sé que si lo hago al final me convencerás de que ti