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Mostrando entradas de marzo, 2009

Excesivas reflexiones

El mundo, si fuera perfecto, estaría hecho a mi medida; y esto no lo digo sólo porque yo sea un egoísta, sino porque he comprobado sobradamente que ninguno de los internos a los que le he expuesto este razonamiento se ha atrevido a ponerlo en duda. Y han sido muchos los que de manera explícita o tácita me han dado la razón, no por nada llevo casi veinte años en este manicomio, perdón, sanatorio mental, donde he tenido tiempo para reflexionar sobre cuestiones de toda índole, sobre todo las relacionadas con la naturaleza humana. Y he llegado a algunas conclusiones fundamentales en las que me apoyo para seguir viviendo sin volverme cuerdo. La primera es que cuando todo el mundo pierde la razón sólo los locos nos comportamos como si la tuviéramos. Hace unos meses, por ejemplo, hubo un terremoto de orden cinco en la escala de ese tío cuyo nombre nunca recuerdo, más que nada porque los terremotos, en mi tierra, sólo se dan de cuando en cuando. Pues ese terremoto desencadenó una histeria co

La ciencia

Leo un artículo de Umberto Eco en el que distingue entre ciencia y tecnología, y subraya que la diferencia fundamental es el tiempo de respuesta de cada una. Aclarando para empezar que la tecnología es una aplicación práctica de la ciencia, un resultado, pasa a reflexionar acerca de lo mal que nos está acostumbrando la tecnología, que nos proporciona soluciones inmediatas a problemas que ella misma nos va creando. En este sentido añado de mi cosecha que los intereses de las empresas que fabrican esa tecnología tienen mucho que ver con este fenómeno de necesitar el consumidor imperiosamente y de inmediato algo cuya existencia se desconocía unas horas antes. Se induce una demanda teledirigida hacia los productos que a dichas empresas les interesa vender. La ciencia, con su cinética de galápago, no puede –ni debe, según el caso- entrar en esa dinámica de celeridad. En primer lugar porque los presupuestos son los que hay, suelen ser insuficientes y no dan para dispendios precipitados; en

El ciego del perro III

Habíamos dejado a nuestro protagonista (porque es de suponer que es el protagonista, ¿o no? ¿Será otro personaje? Entonces por qué tanta atención al ciego, tanto dato acerca de él. (Dejemos esa cuestión para más adelante.) Nuestro posible protagonista, el ciego, pasea con su perro por una playa desierta rumiando su desgracia y sintiéndose doblemente desgraciado, por haber perdido la vista y por no asumir este hecho, esta nueva condición que ha alborotado su universo entero, el físico, obviamente, y el psicológico –por supuesto, también el anímico, sobre todo el anímico-. Digamos que pasea cada día por la misma playa, cada mañana, una rutina que se impone para mantener el cordón umbilical con el mundo, para no encerrarse dentro de su tragedia y acabar por volverse loco. Un paseo medicinal, que tal vez le recomendó el médico, o su hermana Dorotea, más probable el médico, al que tolera porque de algún modo le ayuda o está ahí si lo necesita por alguna urgencia extraordinaria –ansiedad,

Esfuerzo gratificante

Escribo estas líneas con enorme esfuerzo y sólo porque me he comprometido conmigo mismo a no valerme de la excusa de mis brotes enfermizos para dejar de escribir, así que no puedo defraudarme porque en el fondo me tengo cierto cariño. No me gusta quejarme, pero hay ocasiones en que no puedes hacer otra cosa, como un gato moribundo tras ser atropellado por un coche. El coche de la mala salud es temerario y no respeta las reglas de circulación, por eso hay que andar con pies de plomo y mirar a ambos lados antes de cruzar la calle. Y aún así te atropella. Pues atropellado y todo hoy voy a escribir esta entrada en mi blog, que es el de ustedes. Lo que no sé es sobre lo que voy a escribir aunque por lo visto ya lo estoy haciendo, y quizá sea esa la mejor manera de abordar la escritura, como sin querer pero en el fondo queriendo (y queriendo una barbaridad), así, un   poco a lo tonto,   como quien habla por hablar –la mayoría-, pero disfrutando de ello, así que tal vez sea mejor decir como

Otra de gatos

Esto de la escritura es la repera. Últimamente he caído en la cuenta que el día que no escribo me pongo de mala hostia. Es como ser drogadicto, si no consumes te da el mono. Hoy le he dado una patada al gato sin venir a cuento; en vez de cabrearse me ha mirado con los ojos muy abiertos, como no dando crédito a lo que acababa yo de hacerle. Que se vaya acostumbrando, o que conjure a mi musa, ¿no es fama que los gatos son gente afecta a lo oculto y a lo sobrenatural? (Embrujada –la fetén, o sea, Kim Novak- tenía un gato del que se servía para sus hechizos –qué no daría yo por ser hechizado por la Novak-). De hecho, en muchas piezas literarias de terror –y en películas también- hay un gato de por medio. Eso de que tengan siete vidas no me ha parecido nunca muy normal, sino más bien cosa de brujería o espiritismo u otra clase de ocultismo. El hecho es que si no hace algo pronto que ayude a poner en marcha mi inspiración lo voy a frustrar de tal modo que acabará por darse a la bebida. L

Carta a una vieja conocida

      Querida hoja en blanco:       Sirva la presente para poner en tu conocimiento que me cago en la madre que te parió. ¿Por qué me das tanto miedo? Pero si no eres nada, apenas un trozo de espacio conceptualmente vacío, como la mente de un político; careces de rasgos o símbolos que puedan infundir temor y aún así te temo. Te temo más que, de niño, temía al coco, o al hombre del saco, o a los Reyes Magos (no es que fuese un niño raro, simplemente republicano); más de lo que luego, durante los años de mi adolescencia, temí los cates en mates, o a los matones del insti, o a la ceguera que estuve a punto de contraer a base de pajas, o a sacar a bailar a una chica en un guateque; te temo aún más de lo que ya de adulto he temido a cosas más dignas de ser temidas: las políticas militares de los gobiernos, el nihilismo de los futuros próceres o que ella me abandone algún día.       Te temo más que a mi propio miedo, inmaculada hija de puta. Eres la sábana mortuoria del terror, la casull

¿Mi gato?

Envuelto en la calidez del edredón disfrutaba de esos momentos en los que no se está despierto ni dormido, minutos o segundos de tiempo fronterizo, de tiempo de nadie, a caballo entre el sueño que no se quiere acabar y la vigilia a la que le da pereza comenzar, segundos, minutos de consciencia adormecida donde se mezclan la realidad soñada y la realidad percibida, el sueño y la realidad, mentira y verdad o verdad y mentira. Escuché, amortiguados, los pasos de mi gato sobre la moqueta del dormitorio, su ronroneo asmático y sordo; se acercó hasta mi lado de la cama, su sonido gutural subió de volumen; alargué mi mano por fuera de la cama para acariciar su lomo, su inacabable lomo. El rayo de una certeza me despertó de golpe; y recordé. Yo no tenía gato.

Frases, monos y frases

No recuerdo ahora quién dijo que somos prisioneros del tiempo, cautivos de la eternidad. Hacer frases contundentes parece ser el trabajo de algunos pensadores. Luego vienen otros que no piensan tanto y los parafrasean si tienen principios éticos o los plagian si no los tienen. Los escritores, por lo general, y como la mayoría de los espíritus libres, que saben cómo librarse de las tiránicas cadenas de la mediocridad, son gente de ética voluble, incluso indefinida, así que el plagio abunda más de lo que sería deseable, sobre todo por los plagiados, que se desesperan viendo cómo en los Tribunales de Justicia los abusos que algunos desalmados cometen con sus conspicuos escritos sufren una prelación de orden inferior a las violaciones y los asesinatos. Y es que la Justicia es a veces tan injusta (acordarme de patentar esta frase). En uno de los libros que leo estos días –siempre simultaneo cinco o seis-, creo que en ‘Nunca digas noche’, de Amos Oz, un personaje cuenta una historia acer

El ciego del perro II

Habíamos quedado en que un ciego pasea con su perro por una playa solitaria o bien por una calle concurrida. Que sea por la playa, a ver qué nos sale. El ciego y su perro dando un paseo por una playa solitaria. Añadamos algunos elementos decorativos, hablemos un poco del paisaje. Por ejemplo, el día está nublado, de un gris denso, opresivo, es posible que llueva pronto. Puede ser por la mañana o por la tarde, las nubes oscuras impiden que aclaremos esta cuestión. La marea está baja, eso deja una ancha playa de arena mojada y compacta, no del todo recta pero con una suave inclinación que no entorpece el paseo del ciego. A lo lejos, en la dirección que siguen las dos figuras, se divisan algunas montañas, los picos ocultos por las nubes. Una bandada de gaviotas describen piruetas en el aire y lanzan chillidos agudos, agoreros, piensa el ciego, los antiguos heteromantes podrían sacar una buena información de esos graznidos, y con seguridad no presagiaría nada bueno. Camina descalzo –ha p

Coquito otra vez

Ayer fue el cumpleaños de Coquito y no le he regalado nada. No sé qué soy más, si despistado o descastado. En cualquier caso no tengo perdón de Dios (versea Manuel Alcántara diciendo que ‘si Dios existe, no tiene perdón de Dios’), ni de nadie. Sólo de Coquito, que nació para reír y para perdonar. Si quisiera juntar todo lo que me ha perdonado desde que la conocí, faltarían en el mundo escritores de ciencia ficción para imaginar universos y llenarlos con sus dulces perdones.   Trabajas demasiado, Coquito; y aunque seas muy trabajadora, también hay que saber descansar y distraerse, te lo digo yo que soy un experto en hacer el vago y el ganso. Teléfono va, teléfono viene; cliente va, cliente viene; punto de cruz va, punto de cruz viene; hija mía, ¡qué cruz! Menos mal que tu sonrisa siempre te rescata y hacerla aparecer es mi especialidad –aunque no la tengo patentada y temo que el día menos pensado cualquier vivo se la apropie y me sustituya-, quizá lo único que se me da bien y que má

El ciego del perro

Iba a escribir una historia acerca de un ciego que pasea con su perro lazarillo por una playa solitaria cuando de repente me ha asaltado la duda de si no sería mejor que paseara por una calle concurrida de una ajetreada ciudad, porque en una ciudad hay en principio más peligros para un ciego que en una playa. Pero luego he pensado que precisamente debido a la tranquilidad de la playa, que implica la ausencia de gente que pueda importunar el trabajo de, digamos un asesino, debido a esa ausencia de testigos, digo, pues una playa puede convertirse en el escenario idóneo para un crimen. Un momento, he pensado enseguida, ¿por qué tiene que haber peligros o un crimen en el relato? Yo sólo quiero escribir una historia breve y sencilla sobre un ciego que pasea tranquilamente con su perro lazarillo ya decidiré dónde, pero no había ningún asesinato previsto, ¿qué ha pasado aquí? ¿Tenía ya inconscientemente preconcebido el asesinato como parte del relato? ¿Se ha incorporado sobre la marcha ese

Lichtenberg

L ichtenberg se deleitaba con la hermenéutica de la hipocondría –son palabras suyas-. Su mundo era un mundo de dolencias y dolores, reales o ficticios, que junto a su cuerpo contrahecho, enriquecían de un modo paradójico la promiscuidad de su pensamiento. Gozaba contemplando lo raro, lo ajeno, lo extraño, lo inusual; por eso tenía su casa revestida con espejos. Era un pensador genial condicionado por un cuerpo y una mala salud de los que supo burlarse antes que de ninguna otra cosa, por eso no conoció el rencor ni la amargura ni le alteró la reacción de algunos ante sus invectivas; y por eso también supo atesorar una ironía en su vida y en sus escritos que era una fuente inagotable de buen humor y de sutil agudeza. Emitió opiniones y fabricó aforismos. Expongo algunos.   “Ningún invento le ha resultado tan fácil al hombre como el de un Cielo.” “Dios creó al hombre a su imagen, eso significa, probablemente, que el hombre creó a Dios a la suya.” “En el sistema de la zoología, d

La eternidad fugaz

A veces experimento una necesidad urgente de correr detrás del tiempo, de adelantarlo para encontrarme lo antes posible conmigo mismo, o con partes de mí mismo que sólo se manifestarán en el futuro. Pienso que nacemos para ir encontrándonos a lo largo de nuestras vidas; unos, los menos, lo consiguen y entonces dicen que se sienten realizados, que han encontrado el sentido de sus vidas; otros, en cambio, deambulamos por el mundo como Sherlock Holmes por sus historias, siempre buscando pistas que nos aproximen a una solución, a una justificación, a una excusa; unos pocos acabamos por comprender que no hay soluciones para nosotros y que buscarlas sin éxito es el sentido de nuestra existencia. Buscar aun sabiendo que no hay nada que encontrar es mejor que no buscar por el mismo motivo. Quienes optan por la inacción ante la ausencia de recompensa no sólo no se mueven por mor de una concepción utilitarista de la vida, sino que no se mueven en absoluto: están varados, apagados, muertos; por

Encuestas truculentas

A menudo se dan situaciones absurdas que, si se fuerzan lo suficiente, acaban por cobrar sentido, un sentido falso en sí mismo, pero verdadero para las personas involucradas en este tipo de circunstancias. Un ejemplo extremo sería el del cuento del rey al que un modisto avispado vendió un traje invisible, y con él puesto paseó, luciéndolo, ante su pueblo. Fue necesario que un niño –los niños siempre son más difíciles de engañar, en contra de lo que se cree- voceara que el rey iba desnudo para que se rompiera la baraja y todo el mundo, incluido el rey –y para su escarnio-, abandonara aquel juego absurdo de creer en trajes invisibles. Otro ejemplo podría ser el del borracho que ha perdido las llaves y las busca a la luz de una farola; se acerca un transeúnte y le pregunta si le puede ayudar, a lo que el borrachín responde que desde luego. Cuando, tras un buen rato de búsqueda infructuosa el buen samaritano le pregunta si está seguro de haber perdido las llaves precisamente allí, el bor

Políticos, putas y toreros

Decía el poeta Robert Frost que ‘el cerebro es un órgano maravilloso; empieza a trabajar en el momento en que te despiertas y no deja de hacerlo hasta que llegas a la oficina’. Esto es especialmente cierto entre los funcionarios, sea cual sea su rango jerárquico, que casi invariablemente estará por encima de sus capacidades reales. La proverbial incompetencia de los funcionarios españoles (con los políticos a la cabeza), se ha vuelto a manifestar impúdicamente durante los últimos meses, cuando ya inmersos en una crisis sin precedentes –que en febrero dejó sin trabajo a más de 600.000 estadounidenses, situando su tasa de paro en un histórico 8.1%, dato revelador de la verdadera magnitud de esta crisis- se entretenían dilucidando el contenido semántico de la palabra ‘crisis’ mientras en otros países se tomaban medidas drásticas para atravesar el desierto económico sin morir en el intento. Y es que ahora menos que nunca y por más que nos joda podemos negar que ‘Spain is different’. Su

Historia del anciano

M e encontraba bebiendo una jarra de vino en aquella taberna maloliente que había en un cruce de caminos en mitad de aquellos páramos lúgubres y desabrigados cuando apareció el viejo de las mil vidas. Se sentó junto a mí y, con su habitual porte altivo realzado por la tupida barba blanca y las pobladas cejas, fijó la mirada en algún punto más allá de este mundo y me pidió que lo convidara a una jarra de leche de cabra. A cambio, me contó la siguiente historia. “En un poblado remoto del cáucaso una campesina débil y enfermiza dio a luz a dos gemelos. Ella murió a los pocos días y su marido tuvo que partir con los demás hacia las tierras donde comenzaba la temporada de la siega. Dio a sus hijos en adopción. Uno, elegido por la Fortuna, fue acogido por un matrimonio de la alta burguesía que no podía tener descendencia. Lo criaron como a un hijo propio y lo quisieron de la misma manera. Nada le faltó en su infancia ni en su adolescencia; sus padres le amaban ciegamente y le concedían t

Un ligue

La vi en el bar de la facultad, leyendo un libro acodada en la barra, en una postura de marioneta desmadejada que tenía que ser forzosamente incómoda. No era ni bonita ni fea, era diferente. Su vestimenta astrosa y provocativa y sus esporádicos ademanes despectivos y enojados –supongo que con el libro o con su autor- rebelaban una actitud de desafío ante la vida, de reto permanente, de autosuficiente independencia, una de esas anti-todo de las que tan pocas quedan en estos tiempos de conformismo consumista y de nihilismo de marca. Tal vez por eso estaba sola, esa clase de mujeres espantan de antemano a los ligones de barra, y a cualquier tipo de ligones, porque el ligón basa su comportamiento en la seguridad de una rápida conquista de la víctima, que rendida por sus encantos quedará sometida a su capricho lascivo y dominante. Pero en el caso de ella se veía pronto que no caería rendida ante nada y ante nadie, y por supuesto no se dejaría dominar. No me considero un ligón, no al menos

La maldición del anciano

Era muy viejo, posiblemente centenario, de ademanes arrogantes y mirada altiva e iracunda. Sentado en una esquina de la taberna, observaba sin inmutarse al resto de los parroquianos. La luz insuficiente de las bujías dotaba a su rostro barbudo y cejijunto de un aspecto fúnebre, tenebroso, como de ultratumba. Bebía una jarra de leche; después supe que sólo bebía leche. Me contaba sin mirarme una antigua teoría sobre el universo. Era un viejo muy metafísico. “Al principio sólo había un universo, pero cada instante ofrecía múltiples posibilidades y se abría un nuevo universo con cada una de ellas. Pronto los universos fueron muchos y su número seguía creciendo. Ahora existe como un racimo infinito de universos que se acrecienta a cada segundo que pasa, todos simultáneos, todos diferentes, ¿lo entiendes?”. “No”, respondí. “En un universo paralelo tú has respondido que sí, en ese universo tú no eres tonto”. “¿Y qué hago entonces aquí, por qué no estoy en ese otro universo?”. “Estás en los