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Mostrando entradas de febrero, 2009

Viajar

Viajar es una actividad primaria mientras que el sedentarismo es un actitud primitiva. Este último se sustenta en una concepción del mundo conformista y resignada, que busca la seguridad y el acomodo que proporciona un entorno conocido y seguro, aunque seguro no hay nada en la vida, salvo el pasado y, tal vez, la muerte. El sedentario no sabe o no quiere saber que existen otros mundos, tal vez no mejores pero sí diferentes, y que conocerlos enriquecería su vida con un matiz de alegría y ensancharía su alma oxidada por falta de actividad y de tránsito. Su mente arrostrará siempre una carga de provincianismo que le impedirá conseguir el lustre que sólo los viajes le proporcionarían. El viajero contempla la vida desde un artilugio siempre en movimiento, y por eso la concibe dinámica y cambiante, inquietante e imprevisible. Para él vivir es una aventura continua y debe ir adaptándose sobre la marcha a los cambios que va encontrando en su camino. Cuando está demasiado tiempo en un solo

La marioneta

Cada vez que te vas, me asalta la incertidumbre de si te volveré a ver. No somos dueños de nadie y los lazos de afectividad que se establecen entre las personas son en realidad frágiles hilos que corren el riesgo de romperse cuando, a través de ellos, tratamos de manipular a la otra persona, de moverla a nuestro antojo como a una marioneta. Yo soy un manipulador nato, siempre he disfrutado moviendo los hilos, te sientes Dios, de hecho eres Dios. Mueves y mueves hasta que algún hilo se rompe y el juego comienza a estropearse. Contigo, por ejemplo. Se me ha roto el hilo que mueve tu brazo derecho. Ayer noche, cuando te abrazaba, ese brazo no rodeó mi cuello sino que quedó inerte, colgando junto a tu cadera como un atún recién pescado, aún vivo pero ya sin vida, un brazo zombi. Esta mañana, cuando ha sonado el despertador, me he fijado en que no lo apagabas con la mano izquierda, como sueles hacer; te has levantado y has presionado la tecla con la punta de la nariz, de tu preciosa nari

Albert

No creo andar muy errado si afirmo que los dos iconos por excelencia del siglo XX han sido Marilyn Monroe y Albert Einstein. La melena color platino cuidadosamente elaborada de ella y la hirsuta, canosa y descuidada de él son tan familiares a nuestros ojos que las podríamos reconocer aún cuando no enmarcaran sus respectivos rostros: ingenuamente sensual el de ella, ingenuamente perspicaz el de él. No acaban ahí sus semejanzas. Ambos encontraron prosaico y aburrido este mundo y buscaron refugio en otros, pero de naturaleza distinta: el de pastillas y alcohol, ella; el de la ciencia y la filosofía, él. Los dos fueron amados y también odiados -por alemanes antisemitas, él; por puritanos escandalizados, ella-. Y los dos trataron sin éxito de huir de la soledad. No la belleza transgresora ni la inteligencia genial, sino la superior humanidad de ambos ha sido la causa de que hayan sobrevivido a todos sus detractores y de haber acallado todas las críticas. Han abanderado, sin saberlo ni pre

Apuesta

Las molestias corporales, cuando por algún motivo se enquistan y se vuelven insidiosas, desmejoran notablemente la calidad de vida. Yo, por ejemplo, debido a una pequeña pero irreductible infección que se manifiesta en forma de perenne cansancio, me veo impedido para escribir mi obra maestra y, quién sabe, tal vez la piedra angular de la literatura del siglo XXI. Nadie recordará dentro unos años (¡qué digo! Unos meses y gracias) las inserciones banales en un blog de un aspirante a escritor. Pero si pudiera escribir esa obra excelsa, es más que probable que estas escasas líneas se subastasen algún día en Sotheby’s y que algún potentado con tanto talento para los negocios como escaso criterio para la apreciación del arte pagase por ellas una fortuna. A veces, muchas veces en mi opinión, la fama es cuestión de detalles, como conocer a la persona adecuada en el momento oportuno, o con más probabilidad ser hijo, sobrino, cuñado o amante de la querida de un subsecretario con menos méritos

El lago

Aquel invierno hizo mucho frío. Las calles se vistieron de blanco y las ramas de los árboles apenas soportaban el peso de la nieve. Fue el invierno que me enamoré por primera vez. Tenía siete años. Era época de vacaciones, así que cada día cogía mis patines y caminaba hasta el lago para patinar sobre su helada superficie. Y para estar cerca de ella. Se llamaba Carolina, era delgada y alta, sobre todo con los patines puestos, y no tenía la menor noticia de mi existencia, aunque íbamos al mismo colegio. Yo dibujaba piruetas difíciles cuando estaba junto a ella en el lago, para llamar su atención luciendo mi virtuosismo, pero sólo se fijó en mí el día que el hielo cedió y yo caí a las heladas aguas. Entre varios chicos lograron sacarme antes de que me congelara. Luego me llevaron al hospital y el doctor me recomendó reposo y una dieta de caldo y pollo al menos durante una semana. Mi madre se empeñó en que cumpliera escrupulosamente lo prescrito por el médico, así que estuve toda una sem

El Necronomicón

Cuando terminó la exégesis, previa traducción al griego de un manuscrito arábigo, del Necronomicón, el Libro Maldito, Theodorus Philetas se volvió loco. O tal vez ya lo estaba cuando acometió aquella infernal empresa. Sea como fuere, lo recluyeron en el sanatorio para enfermos terminales que dirigía el doctor Amadeus Misticus. El doctor Misticus se sintió atraído por los desvaríos de Theodorus, así que decidió someterlo a sesiones de mesmerismo para lograr que dijese aquello que obstinadamente callaba el enfermo y que al parecer le había provocado la locura. De esta manera, Misticus supo al fin el secreto más arcano del Necronomicón, pero enloqueció antes de poder decírselo a nadie ni ponerlo por escrito. Su ayudante, el jóven doctor Amos Jehuda, que había asistido a las primeras sesiones de hipnotismo, quedó muy intrigado, así que llamó su amigo y experto en ocultismo y nigromancia el abad Amén Asisea, a la sazón prior del convento de Santa Locura. Puesto al corriente de los hechos,

El submundo

Tengo un recuerdo que aparece, desvirtuado, en mis sueños de manera recurrente. Me sucede desde hace unos meses. Hace apenas una semana conseguí recordarlo estando despierto, y no era el recuerdo del sueño sino el recuerdo que sólo conseguía recordar mientras soñaba. Estaba hojeando un libro de Hobbes cuando de repente y como por arte de magia tuve la certeza de que estaba recordando algo que me pasó, algo con lo que había soñado pero que era real, más real que el sueño –si esto es posible, quiero decir que los sueños, al memos en mí, siempre son más reales que los recuerdos y menos que las ilusiones-. En fin, sea o no sea algo real, la historia es como sigue. Recorría yo un territorio árido y extenso, inacabable y hostil como un desierto, aunque no sé decir el motivo de aquella caminata o peregrinaje. Tal vez cumplía una misión encomendada por alguien que no recuerdo; era, supongo, hace muchos años, tal vez siglos. Vislumbré un montículo con una abertura y pensé que podía tratarse

Ni los propios dioses

Hace mucho tiempo viví durante unos meses en una cueva, como un ermitaño. Desde mi refugio contemplaba el paso de los días como copias de sí mismos que se intercalaban con noches idénticas y monótonas. Observar el paso del tiempo es una dedicación estéril, nada obtuve de ella y en cambio sí   perdí, curiosamente, el tiempo, mi tiempo que se me iba, arrastrado por el que pasaba, absorbido, succionado, arrebatado, dejando un vacío en mí que me hacía más frágil porque me acercaba más a la muerte. Recuerdo que buscaba el conocimiento, y para ello me fui a la cueva de aquella breve montaña sobre el altiplano de unos páramos lejanos, con un pellejo de agua y carne salada por todo alimento. No recuerdo el número de días que habité aquella cueva, pero sí que pasaba hambre, y que, en vez de encontrar el conocimiento, lo perdía con frecuencia debido a la desnutrición. Alcancé algunas veces, no obstante mi estado, o tal vez gracias a él, un plano contemplativo durante el que me fundía con la vi

Cosillas

Estoy convencido de que hay una lápida de mármol que lleva escrito mi nombre, de mármol de Carrara, por supuesto. ¡Qué frío debe de hacer cuando uno está muerto! Muerto y enterrado, claro, porque si te incineran la temperatura sube, no así el alma, que debe aguardar el juicio final –no el de la humanidad sino el suyo específico-. A veces pienso en un vampiro mahometano, ¿por qué no? Si es posible el vampiro cristiano –es una forma de catalogar, no lo tomen al pie de la letra- también lo es el musulmán y el judío –bueno, de este último dicen que es más que probable-. Contra él no valdrían como armas la cruz y el agua bendita, pero tal vez sí los ajos. El símbolo islámico es la media luna, y por lógica debería sustituir a la cruz como icono defensivo contra el vampiro infiel (por cierto, para los musulmanes fundamentalistas, por ejemplo los chiítas, un cristiano es un infiel, ¿sería entonces cristiano un vampiro infiel? Parece contradictorio, o no, el anticristo podría muy bien ser t

Saber resignarse

La resignación ante lo inevitable es una cualidad que pocas personas alcanzan en vida; luego ya no sabemos, y además el dato no viene a cuento. Sí que hay grupos sociales históricamente más propensos a la conformidad, incluso al estoicismo, que otros. Son los marginados sociales, los estratos menos afortunados de la sociedad, los parias que ni siquiera votan porque les da lo mismo quien les joda. Cuando a la desventura económica se suma el oprobio debido a motivos religiosos o étnicos o de cualquier otra índole, el soslayo se convierte en condena, tácita o franca, y la situación vital de estos grupos sufre un progresivo deterioro que acaba por empujarles al éxodo o bien por alentarles a una vida delictiva para luchar por su supervivencia. Pero siempre con un acatamiento callado y manso de su destino, irónico a veces, como se aprecia en la anécdota del gitano que, en la época de la posguerra española, es conducido por dos guardias civiles al cadalso para ser ejecutado en cumplimiento

De príncipes y princesas

La aristocracia, como los pingüinos, es una especie en vías de extinción; e igual que las nobles aves, se resisten a desaparecer, aunque a diferencia de éstas, su fin no sería lamentado sino por ellos mismos –caso de que, en lugar de por extinción, el final de algunos de ellos fuese un descenso en el escalón social como consecuencia de la pérdida de sus dudosos privilegios y pomposos títulos-. Siempre me han atraído los príncipes y las princesas, no sé bien por qué. Ese título –a diferencia de los de conde/condesa o barón/baronesa/- posee unas connotaciones tan glamorosas como difíciles de especificar, tal vez como consecuencia inevitable del poso que en el subconsciente nos dejaron tantos cuentos infantiles protagonizados por ellos y ellas. Hay, desde luego, diferentes tipos de príncipes/esas que se pueden agrupar, al menos literariamente, en dos grandes clases que también son arquetipos históricos: los buenos y los malos, personificados, respectivamente, por el ‘Príncipe azul’ y el

En sueños

Hace unas semanas tuve un sueño turbio e inconcreto, casi una pesadilla, que me nubló el ánimo y lo impregnó con un matiz de inminencia y de inevitabilidad. Fue algo parecido a una premonición o a un presentimiento de naturaleza onírica, lo que no le resta verosimilitud a los ojos de aquellos dispuestos –o predispuestos- a otorgársela, como es mi caso. Me considero agnóstico y racional y sin embargo me comporto como una vieja aldeana cuando se trata de asuntos relacionados con la superstición, lo escatológico y lo evidente pero invisible. Ya se ha dicho que el miedo al Peligro es inmensamente más dañino que el Peligro. Tanto es así que si alguna vez éste aparece al fin, nos llevamos una decepción, decimos: “¿A esto le temía yo? Menudo idiota estoy hecho”. Pero la siguiente vez que el Peligro nos muestra su sombra nos asustamos igualmente. Pues ese sueño que tuve lo he vuelto a tener hace pocos días. La angustia premonitoria acrecentada y envuelta en miedo seco, sin matices ni dudas;

Amistad irracional

Durante una de las muchas jornadas en que los bomberos australianos han peleado en desventaja contra el fuego, encontraron con vida a un koala que presentaba quemaduras y síntomas de deshidratación. Un bombero le dio a beber un botellín de agua y el koala, al que llamaron Sam, quiso más; se bebió tres botellas. Ahora está siendo cuidado en un núcleo zoológico por expertos veterinarios y no se teme por su vida…de momento. Los animales no están preparados para el ser humano. Jamás hubo verdadera convivencia entre éste y las demás especies, que sólo han servido como piezas de caza cobradas, en muchos casos, sin necesidad. En un video de la cadena norteamericana CBS puede verse cómo entre dos animales de especies muy distintas, un elefante y un perro,   nace una amistad que supera en honestidad y desinterés las que se establecen entre la mayoría de los humanos; comen juntos, juegan juntos, duermen juntos; son inseparables. Estando el elefante aislado en un corral debido a una enfermedad

Adefesius Mekhano

H.G. Wells, el genial autor de ‘La guerra de los mundos’ y de una extensa obra que no tiene desperdicio, imaginó, en uno de sus relatos, una máquina del tiempo que permitía viajar por éste a quien la tripulase. El no menos genial inventor holandés Adefesius Mekhano   construyó una máquina para desplazarse por las diferentes dimensiones físicas que componen el universo. Me refiero a dimensiones con diferentes órdenes de magnitud espacial,   como serían el espacio físico que conocemos y reconocemos con nuestros sentidos; el microscópico, habitado por organismos unicelulares invisibles al ojo humano, como los protozoos, y al que podemos asomarnos sólo a través de potentes microscopios; y el macroscópico, del que tenemos conocimiento gracias a los telescopios. Este último intimidó desde un principio a Adefesius debido a la enormidad física y aparente fiereza de sus habitantes, que él había tenido oportunidad de observar gracias a un cuñado que trabajaba en Monte Palomar, así que centró s

Revuelta de fantasía

Me cuenta mi hada madrina que están pasando cosas alarmantes en el Reino de la Fantasía. Primero fue el escándalo relacionado con Caperucita Roja. Al parecer, el Lobo Feroz presentó una denuncia en el juzgado de guardia contra Caperucita por agresión. Con un brazo vendado y en cabestrillo y la cara hecha un cromo, el Lobo declaró ante los medios que iba tan tranquilo por el bosque cosechando amapolas para decorar su cueva cuando –y aquí puso un énfasis especial- ‘por accidente’ puso su mano en el trasero de la joven, ya que por el color de su capa la confundió con una amapola. Caperucita, sin pensárselo dos veces, la emprendió a golpes con él valiéndose de una machota que llevaba en su cesto de mimbre. No contenta con eso, le propinó a continuación una tunda de patadas y puñetazos que –aquí volvió a enfatizar el Lobo- ‘pertenecían claramente a alguna clase de   arte marcial’. El Lobo afirma que llegará hasta donde haga falta ‘para que todo el mundo conozca la verdadera naturaleza de

Egoísmo sano

Si consideramos el egoísmo como un rasgo genético con que la Naturaleza nos dotó con el fin de favorecer nuestra supervivencia, su maltrecho prestigio cobra una súbita revalorización. Bien mirados, todos los defectos del alma que en cualquier momento de la Historia -que, según Jardiel Poncela, no es más que la mentira encuadernada- han sido considerados como tales por la moral vigente, tienen cuando menos una mínima justificación, para alivio de quienes los padecen o han padecido. Esto no es motivo de disculpa para los moralistas, que han condenado y condenan, (e incluso han llegado, en su fanática batalla contra la impureza, hasta donde las leyes o la paciencia de los tolerantes les han permitido – aunque su fin siempre ha sido, neciamente, el exterminio-) cualquier infracción del código moral que no proceda de ellos mismos. A propósito de estos defectos, la moral cristiana –que los llama pecados- ha venido dando históricamente una de cal y otra de arena, casi siempre de manera si

Mareos

Dicen que el universo se expande, que las galaxias se mueven, que los astros giran alrededor de las estrellas, pero yo no percibo ese movimiento cósmico, yo estoy parado y no me siento empujado por ninguna fuerza, ni tampoco me mareo, con lo propenso que soy desde chico. Pero el hecho es que si es verdad que estamos en continuo movimiento de traslación y rotación, si es cierto que el universo se expande deberíamos preocuparnos. Es más, alguien debería decirnos hacia dónde vamos, y para qué demonios. ¿Es acaso viajar el motivo de existencia del universo? Pero entonces deben existir un origen y un destino, o no, y si es que no tenemos un problema filosófico, o físico, o un problema a secas. Pero si después de todo sí existe un destino deberíamos saber cuál es para saber a qué atenernos. Y también si ese destino es el final de todo y allí acabaremos muertos, o quizás algo peor. Y si no es el final sería bueno que supiésemos si es acaso el principio de algo nuevo, de otra cosa, y si esa

Mi sombra

Hay momentos en que me dejo llevar por el pesimismo y la sombra de la duda me cubre. Sólo veo espesura gris en el horizonte y me vuelvo especialmente sensible a los problemas, sobre todo a los míos. Leibnitz afirmó –quiero creer que con hipocresía- que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No consigo imaginar el peor. En esos momentos mi principal preocupación es no perder de vista mi sombra, temiendo extraviarla, porque estoy convencido de quien pierde su sombra, pierde también el alma, y yo a la mía le tengo cierto aprecio –aunque la he hipotecado más de una vez; siempre por amores, eso sí-. Por eso procuro estar en todo momento cerca de una fuente de luz que haga salir de mi cuerpo a mi alma para convertirla en sombra, en esa sombra que, unida a mi cuerpo por los pies, se proyecta sobre los objetos con la forma de mi cuerpo desvirtuada, unas veces como línea alargada y fina que se extiende hasta el horizonte, otras como mancha informe que permanece muy cerca de mí. Son esos

La pitonisa

Hace años tenía una medio amiga que era medio maga, o medio bruja según otros amigos. Su futuro marido, cuando la conoció pensaba que era una maga encantadora, cuando se separaron estaba convencido de que era una bruja sin entrañas. Pues esta amiga era muy aficionada a adivinar el porvenir, quisieras tú o no quisieras. Quiero decir que era una pesada que en cuanto te descuidabas te cogía por banda y no paraba hasta que conseguía que respondieses una lista de preguntas con las que después confeccionaba tu ‘carta astral’, documento que, lo mismo que una ficha policial, recoge todos los hechos relevantes de tu vida pasada, y a diferencia de una ficha policial, también de tu vida futura. Una velada que un grupo de amigos pasábamos   en grata armonía me tocó a mí ser la víctima. Como no me quedaba otra que responder a sus incómodas preguntas decidí mentirle, creyendo ingenuamente que así mantendría al menos algo de dignidad. A los pocos días me llamó para comunicarme que ya tenía lista

La sirena

Esta mañana he visto de nuevo a la sirena. Estaba en la terraza de casa, contemplando el mar y disfrutando de unos rayos de sol, siempre bienvenidos tras interminables días de lluvia, cuando emergió lentamente de las aguas, más cerca que de costumbre, así que pude estudiarla con más detalle. Se tomó su tiempo para salir, como queriendo jugar conmigo no sé qué juego, pero empapado de un espumoso erotismo que me erizó el vello de la nuca. Primero fue la cabeza, la melena rubia partida por la mitad caía sobre sus hombros como una doble catarata de dorados reflejos; sus ojos glaucos de abismal mirada, qué ojos; sus labios que yo intuía rebosantes de salada humedad, qué labios. Emergió un poco más y dejó caer, paralelos, los brazos con que tapaba sus pechos, que quedaron desnudos y perlados de gotas de mar, qué pechos. Siguió subiendo con parsimonia, como si se tratase de un ritual arcano, sagrado y sensual. Entonces pude ver su vientre, qué vientre, su ombligo, qué ombligo. Un poco más,

Buenos y malos

Tendría yo unos cinco o seis años cuando una tarde de verano, en la casita de campo donde vivían mis abuelos y yo pasaba las vacaciones estivales, me dio por apedrear a una perrita sin raza que ellos tenían y por la que yo sentía, no obstante aquel repentino e inesperado arrebato, un gran cariño. Ella huyó con la cabeza vuelta hacia mí, sin apartar sus ojos asombrados de la ira infundada que despedían los míos. De inmediato me puse a llorar con desconsuelo. Allí aprendí que una buena persona puede portarse mal sin causa alguna, simplemente porque le apetece. Aquello me marcó dolorosamente y despertó en mí ya para siempre el anhelo por aprender a discernir entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto. Descubrí con el tiempo que hay personas buenas que hacen el bien, personas malas que hacen el mal, personas buenas que hacen el mal y personas malas que hacen el bien. Estos dos últimos grupos son los que siempre me han interesado. Que alguien se

Deja vu

Hace unos días experimenté un ‘deja vu’, que es el término empleado por los psicólogos para referirse a la experiencia de estar viviendo algo que ya se ha vivido antes. Creo que todo empezó la mañana de ese mismo día cuando, sin venir a cuento, me dio por leer a Juan Escoto, filósofo irlandés del siglo IX. Escoto fue un portento de filósofo precoz, pero también poco riguroso y nada ortodoxo, y eso se advierte enseguida porque cuando topa con una aparente contradicción que debe salvar apelando bien a la fe, bien a la razón, opta invariablemente por esta última, comportamiento que estuvo a pique de salirle caro en más de una ocasión. Fue el primer filósofo que, ignorando la perenne espada de Damocles que suponía la censura del Papado de Roma, tuvo la osadía de abordar los asuntos relacionados con el dogma cristiano desde un punto de vista racional; y salió airoso –bien es cierto que la protección del rey francés Carlos el Calvo tuvo algo que ver con su suerte-. La proposición que cim