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Mostrando entradas de mayo 9, 2008

Y sigue mi tormento

Hoy está siendo un día intenso y prolífico, al menos en escritura, y eso me agrada por excepcional, ya que soy muy remiso al acto de escribir, aunque sienta que la escritura es mi salvación –no diré mi destino por pudor-. Si de algo alguna vez estuve convencido ha sido del pasmoso descubrimiento de que nada soy ni seré si no escribo. Es una dulce condena que acato acallando las protestas de la cruel celadora de los miseriosos y dolorosos aconteceres del substrato más enraizado de mi mente. Y la refiero en femenino porque siempre supe que sería una mujer la atizadora de mis rescoldosos tizones de fogata en declive, la que me desnudaría ante mí mismo con el desvalimiento de los que van a ser ejecutados. Conciente y sumiso reo, arrastro los pesares de mis cadenas con una resignación inapropiada; rezo a mi pesar con desespero y sueño con una redención que sólo yo me puedo conceder. Y casi soy feliz.

Ser escritor

Yo no sé qué habilidades o dones –o ambas cosas- debe uno poseer para convertirse en escritor. No me refiero a ser un escritor galardonado y leído hasta por los que no leen, sino a consolidar la escritura como un eje fundamental de tu existencia, eje que se convierte en la flecha que, en la brújula de tu vida, siempre te señala el norte. Ser después reconocido, en mayor o menor grado, por los críticos y por los lectores de a pie, como talentoso, original, innovador y tantos otros adjetivos inútiles, no deja de ser un vanidoso efecto colateral. Yo creo, ante todo, que hay que perder el miedo a enfrentarnos cara a cara con nuestra capacidad de vida potencial. Abraham Maslow sostenía que los momentos de plenitud que experimentamos en nuestra vida, aquellos en los que nos sentimos invencibles y nada nos amedrenta son, por desgracia, sólo eso, momentos, instantes fugaces en los que vislumbramos una dimensión de vida tan por encima de los límites impuestos por nosotros mismos a la nuestr

La perrita

No sé si fue por un sentimiento de inseguridad que siempre sospeché en él y que trataba de compensar ensañándose con violencia con seres más débiles, a los que martirizaba con refinada crueldad para sacudirse de encima el polvo venenoso de la conciencia de su propia indefensión; o fue quizá por un poso de crueldad que anidaba desde que nació en su desgraciada naturaleza de serrano innoble y sin entrañas, que lo inclinaba a la violencia gratuita y sin sentido; o tal vez, acaso, por una de esas pesadillas que, al día siguiente, predisponen al más templado a cometer tropelías por doquier para purgar esa bilis venenosa que el mal sueño insufló en su alma, el caso es que Andrés –el serrano, como le llamábamos- aquella mañana ventosa de febrero, a la hora del recreo, y sin que nadie supiera exactamente el motivo, se dirigió a paso rápido y con las manos en los bolsillos, la cabeza baja y la mirada con la determinación de los poseídos hacia la caseta de la perrita, la mascota del colegio, t