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Último cuento del año

 Veinte años después


Gema llegó al hotel cinco minutos antes de la hora de la cita. Avanzó despacio hasta el centro del lobby y encendió un cigarrillo con parsimonia; se dispuso a esperar. La descripción escueta de sí misma que le había dado por teléfono al cliente bastaría para que éste la identificase sin posibilidad de error. Rubia, metro ochenta y seis con tacones, gafas de sol, abrigo de armiño: no habría confusión, nunca la hubo antes. Todas las miradas se dirigieron a ella, la mayoría eran de asombro mezclado con deseo. Su físico y su atuendo no pasaban inadvertidos: provocaban, intimidaban, y ella adoptaba poses que aumentaban ese efecto. Mientras expulsaba interminables bocanadas de humo hacia el techo, una mujer se acercó; era más baja que ella, delgada y con el pelo largo y negro, grandes gafas de sol y una voz tímida.

-¿Es usted La Sufridora?

- Depende. Para ti no, ricura: no eres mi tipo.

-Vengo de parte de Pena de Amor.

-Ya ¿Y por qué no viene él?, ¿se ha vuelto tímido?, porque por teléfono parecía un volcán: ¿se le acabó el magma?

-Me ha dicho que te pregunte si me aceptarías en el número, él sólo puede mirar, no te lo dijo por teléfono por temor a que te negaras. Pensó que si hablabas conmigo en persona sería diferente.

-Yo no hago tríos, cielo, ni me gustan los mirones. Dile a Pena que venga él solito; y cuanto antes, que voy mal de tiempo.

-Es que sería muy importante para él verme hacer un número contigo, Sufridora, está enfermo, le queda poco tiempo. Y para mí sería un último regalo. Te ofrece el triple de lo que le pediste por teléfono, más si quieres, el dinero no es problema. El anuncio decía que lo haces también con mujeres, y no sería un trío, él sólo miraría. Morirá pronto, no me digas que no, por lo que más quieras. 

-¿Y él qué es para ti, que tanta molestia te tomas para complacerle?

-Mi marido.

-¡Vaya!, una esposa liberal. Te advierto que a lo mejor no te gusta; no te lo tomes a mal, pero no pareces de las que se desmelenan; y, desde luego, no tienes cara de pervertida. ¿Tanto le quieres?

-No es eso. Si quieres acompañarme, él está esperando en la habitación, allí te daré más explicaciones. Me ha pedido que, si no te molesta, me cerciore de que llevas sólo lo necesario. Es sólo por precaución: para nosotros es la primera vez y no nos gustaría llevarnos un chasco. Él ha oído que a veces puedes toparte con alguna lista que te saca fotos para luego hacerte chantaje, o que te roba a punta de pistola. Y no puede permitirse un escándalo, él es importante, ¿sabes?, toda su familia. Gente conocida.

Gema le indicó que la acompañase. Entraron al lavabo de señoras, Gema abrió el bolso y se lo dio a la mujer, que lo revisó un poco avergonzada y algo deprisa. Vio esposas, correas y otras piezas que no identificó de cuero y metal, pero ninguna cámara de fotos, y ninguna pistola.

-¿Todo correcto?-, preguntó Gema con sorna, -¿echas de menos algo en especial, un cilicio, una corona de espinas, un consolador de púas?-

-No sé, yo no entiendo de estas cosas, disculpa pero él ha insistido en que lo registrara. ¿Vamos?

-Cobro por adelantado, preciosa-.

La mujer abrió su bolso y sacó un fajo de billetes nuevos, todavía con precinto del banco. Gema lo rompió y contó el dinero.

-¡Seis mil euros!. Excelente. Creo que voy a dejar que seas una niña muy mala conmigo, cielo. Vamos a la habitación. 

***

Castro arrojó con pericia una piedra contra la otra orilla del cauce del río, que siempre estaba seco. Oí un quejido agudo y después un lamento. Le había dado a alguno. Ese Castro parecía que tuviese un radar, porque no se veía a nadie, estaban todos bien escondidos tras el muro de piedra medio derruido de la casa vieja. Nosotros, de éste lado del río, nos protegíamos tras los olivos, cerca de la verja de nuestro colegio. Habíamos visto a los del colegio Europa mientras jugábamos una ronda de fútbol después de comer. Casi siempre aparecían a esa hora: era cuando menos habíamos, porque muchos se marchaban a comer a casa y volvían para las clases de la tarde. Calculé unos doce, cuando los vimos aparecer bajando por el monte. Nosotros éramos seis: Castro, Ponce, Bueno, Correa, Tito y yo. En ese momento eché de menos a Bocanegra, él hubiera nivelado aquello, pero habría que apañarse con lo que había. Llamé a Castro y le pedí opinión. No sé, Olea, deberíamos pasar, no me apetece que me hostien recién comido, y a lo mejor pasan de largo, puede que hoy no quieran pelear. Y una mierda, Castro, sabes de sobra a lo que vienen, son unos pijos cobardicas que no tienen huevos para una pelea legal, por eso vienen ahora, saben que somos menos. Recuerda, Olea, que estamos advertidos por el director, si nos pilla puede que nos expulse, a ti y a mí fijo. Saldremos al olivar por la puerta trasera, nadie se dará cuenta, atacaremos antes de que empiecen a gritar y algún profesor se dé cuenta; vamos Castro, no te rajes, cojones. Y así lo hicimos. Para cuando aquellos idiotas se disponían a llamarnos a gritos desde la mitad del cauce, nosotros estábamos cada uno tras un olivo, a su derecha, y a mi orden todos lanzamos la primera andanada de piedras. Cayeron tres, los demás corrieron hacia la casa vieja, en la otra orilla. Lanzamos otra andanada cuando se levantaban los heridos, dos escaparon por los pelos y huyeron río arriba. El tercero volvió a caer, con las manos en la cabeza y gimoteando, el muy marica. Entonces oímos una voz que nos insultaba desde la otra orilla y fue entonces cuando Castro arrojó la piedra orientándose por el sonido. Y acertó, se oyó un grito de dolor. Yo quería atraerlos río abajo para poder pelear cara a cara sin peligro de que nos viesen desde el colegio, pero no sabía cómo hacerlo. Además, ellos ahora no estarían tan envalentonados como al principio: eran menos y ya habían recibido. Castro, susurré, que lancen una andanada, tú y yo cruzaremos más abajo el río, mientras ellos se esconden detrás del muro. Castro  transmitió a los otros las instrucciones, dijo ¡ahora! y Ponce, Correa, Bueno y Tito abandonaron sus árboles para lanzar la andanada. Castro y yo corrimos por la orilla procurando que los olivos nos tapasen, a una señal mía giramos y cruzamos corriendo el cauce del río. Al llegar a la otra orilla nos arrojamos entre unos matojos. Nos pegamos al suelo tanto como pudimos. Tratamos de serenar nuestros corazones, que latían desbocados. Alcé un poco la cabeza y miré hacia la casa vieja, al muro perpendicular al que usaban los del Europa como parapeto y que ahora quedaba frente a nosotros dos. Pude ver cómo deliberaban agachados. Les habíamos hecho mella. Le indiqué por señas a Castro que reptáramos hasta el muro, esperaba que no se diesen cuenta. Nos arrastramos como culebras entre los matojos, desgarrándonos el uniforme del colegio, haciéndonos cortes en los brazos y las piernas, tragando tierra. Llegamos hasta el muro. Nos izamos un poco y los vimos a tres metros de nosotros, dándonos la espalda. Seguían deliberando, estaban indecisos. Da la vuelta, Castro, y asústales, yo cogeré al Banderas. Castro rodeó la casa, agachado, por la parte de atrás y quedó frente a mí, protegido por lo que quedaba del muro paralelo al que me servía a mí para ocultarme. Si aprovechábamos la sorpresa, tendríamos alguna oportunidad. Había que anular al Banderas, eso era primordial: sin su jefe, los del Europa estarían desvalidos. Pero si no había suerte, nos jugábamos algo más que una expulsión del colegio. El hospital seguro, tal vez peor. Le hice la señal a Castro.

***

Nada más entrar, Gema distinguió una figura sentada en una esquina de la habitación, que, iluminada apenas por una débil luz exterior que pasaba por una rendija de las cortinas no del todo cerradas, estaba casi en penumbras. No querían luz en aquella habitación, salvo la imprescindible para no quedar a oscuras del todo. Era lo habitual, pensó Gema, muchos clientes preferían esa semi oscuridad, para que no les viese la cara y no les pudiese reconocer. Temían el chantaje, la extorsión, también la vergüenza, muchas veces. Si, la mayoría se avergonzaba de sus fantasías sexuales,  temían que su familia y sus amigos supiesen. En los casados era más habitual, pero pasaba también con los solteros. El sexo duro no tenía buena prensa en nuestra sociedad, pensó Gema con una sonrisa. Si ella contase algún día, fantaseaba a veces, si dejase caer cierta información acompañada de algunos nombre en los sitios adecuados, se armaría un escándalo de los gordos. Políticos, empresarios, famosos y famosillos, y gente de iglesia. Recordaba un alto cargo eclesiástico, puede que obispo o incluso de más alto  rango, que se las hizo pasar canutas, se saltó las reglas de Gema, las que siempre imponía a sus clientes bajo amenaza de denuncia si las transgredían, y casi la mata el muy hijo de puta, se ensañó, perdió los estribos, y si no llegan a entrar unos acólitos que hacían de guardaespaldas y lo sujetan, la habría matado a golpes. Se lo llevaron y el tío no quitaba aquellos ojos de sádico del cuerpo magullado de Gema, y todavía la insultaba a gritos cuando lo sacaron por la puerta. Lo peor es que no la desataron y Gema estuvo malherida y sin auxilio hasta que las de la limpieza entraron en la habitación, horas después. Pasó algunas semanas en el hospital; y desde entonces extremó las precauciones. Pero era consciente de que en un trabajo como el suyo, el peligro siempre existía, demasiado riesgo para una chica sola y tanto sádico dispuesto a quebrantar la norma, a traspasar la barrera, tan delgada a veces. Se anunciaba en la sección de contactos de los periódicos, su nombre de guerra era La Sufridora, haciendo énfasis en su papel sumiso en el juego sadomasoquista, aunque también podía hacer de torturadora, si el cliente así lo deseaba. Ella iba con varios guiones preparados: el profesor y la alumna traviesa, el carcelero y la presa rebelde, el sacerdote y la feligresa pecadora, pero luego improvisaba según le fuese pidiendo el cliente. Pena de Amor debía ser el que veía sentado en una silla de ruedas, ocupando una esquina de la habitación, a los pies de la cama. Por teléfono tenía una voz agresiva, ronca: agriada, suponía, por la perpetua esclavitud a la que la silla le condenaba.

-¿Podrá ver con tan poca luz?-, señaló Gema a la figura. 

-Perfectamente, está acostumbrado a la penumbra.

Gema se quitó el abrigo de armiño y quedó en traje de faena: body negro ajustado, medias negras con liguero y los zapatos de aguja. Abrió el amplio bolso y vació el contenido sobre la moqueta, que quedó sembrada de artilugios de metal y de cuero.

-¿Tomas tú la iniciativa o te voy guiando?-, se acercó, insinuante, a la mujer. Le acarició la melena larga y sedosa, le pasó un largo dedo por la comisura de los labios, los dibujó con el índice, clavó con suavidad la uña pintada de rojo sangre en el labio superior, la boca gimió quedamente, mordió el dedo, lo succionó, lo lamió, el gemido surgió de nuevo más fuerte, más hondo. Gema se sintió asida por la cintura, arrastrada hacia delante, tropezó con un cuerpo cálido y estremecido y unos brazos que la envolvieron, recorriéndola, arañándola. La desconcertó el olor. Gema conocía ese olor. Era idéntico al olor de Miriam. Se aferró a aquel cuerpo, hundió su nariz en el pelo y el olor pegamentoso de la peluca le bloqueó el olfato. Alzó con lentitud una mano hasta la cabeza de la mujer, tiró de la peluca y el olor, ahora inconfundible, de aquel pelo natural, corto y rizado, le penetró el alma.

-¿Eres tú?, preguntó con voz angustiada.

-Soy yo-, respondió una voz ahora reconocida, añorada, amada.

-Por fin-, susurró, llorando, Gema. La abrazó con todas sus fuerzas, -Por fin-.

***

Al oír el grito salvaje de Castro los del Europa se volvieron de golpe hacia él, asustados. Antes de que tuviesen tiempo para darse cuenta de que lo que creían un ataque en toda regla procedía de un sólo individuo, corrí hasta el Banderas, que para suerte mía había quedado en la parte de atrás del grupo y, por tanto, más cerca de donde yo estaba. Lo agarré por detrás, del cuello, haciéndole una presa de estrangulamiento, y lo inmovilicé. Si tratas de moverte te parto el cuello, le dije, dile a tus colegas que se queden quietos, que tiren las piedras. Quietos todos, que me rompe el cuello, soltad las piedras. Castro, grité, tratando de mostrar entereza y dominio de la situación, átales con hojas de palmito. Castro se demoró en la tarea de arrancar las hojas finas y cortantes y atar uno por uno a los ocho. Sentaos, y no os mováis; Castro, atento a ellos. Y Castro, armado con una vara de almendro, flexible y dañina como una fusta, los amenazaba sin palabras, restallando en el aire la vara delante de los ocho pares de ojos asustados. Tumbé de espaldas al Banderas y lo inmovilicé apoyando mis rodillas sobre sus brazos, que quedaron así apresados e inermes. Le golpeé a conciencia, sin prisas, empleando golpes certeros a los ojos y a la boca, con método, quería que no olvidara aquello durante mucho tiempo. No vendréis más a jodernos, ¿verdad, Banderas?, nos dejaréis en paz de un puta vez, ¿ a que sí, Banderitas?, no está bien molestar así a compañeros de otro colegio, no señor, pero ahora lo recordarás, ¿eh, guaperas?, a partir de hoy te vas a olvidar de Miriam, ¿a que si, romeo?, en tu cole hay niñas muy guapas, tienen fama, pregúntale a esos, verás como dicen que si. Pero como eres un donjuán también quieres picar de lo nuestro y eso no está bien, Banderas, pero ahora lo estás comprendiendo, ¿no es cierto?. Y no paraba de darle, hasta que lo sentí de trapo. Me levanté y le hice un gesto a Castro para que nos marcháramos. Apenas habíamos andado un par de metros cuando Banderas dijo aquello. Tú lo que pasa es que está loca por Miriam, ¿verdad, Olea?,¡bollera de mierda! Me volví despacio, cogí una piedra enorme que había en el suelo y la levanté a pulso -fue la primera vez en mi vida que me alegré de mi excesiva corpulencia, de mi desproporcionado  cuerpo de niña, tan poco femenino, pero tan útil en aquellos trances-, y la estrellé contra la cabeza del Banderas. Luego todo pasó muy deprisa, los recuerdos acuden a mi memoria como breves relámpagos de imágenes y sensaciones, inconexos y caprichosos, sin orden temporal y a veces sin sentido claro o explícito, como se recuerdan los sueños. La ambulancia llevándose al Banderas, la policía, mi padre con las manos en la cabeza, el llanto inacabable de mi madre, el director del colegio gritando y lamentándose, el juzgado, los padres del Banderas llorando, el viaje hasta comisaría en el coche patrulla, Castro gritando como loco lo has matado, lo has matado, Olea, hijo de puta, qué nos va a pasar ahora, el juez de mirada severa, el correccional, años de pulgas y mugre, de violencia y de hastío, y sobre todo, yo pensando todo el tiempo en Miriam, en su pelo corto y rizado, en sus ojos negros, en su boca pequeña, en su cara pecosa, en sus pechos breves, en sus nalgas mojadas bajo la ducha, en su boca que decía que no pero suspiraba, en sus ojos que desmentían a su boca,  Miriam, amor mío, cuando sea mayor te buscaré y serás mi reina, te protegeré de todos los Banderas del mundo, seré tu paladín, tu Lanzarote, tu Romeo, tu Cyrano, tu Quijote. Cruzaré por ti el desierto, moriré de amor y resucitaré entre tus brazos desmayados de amante redentora. Te amo y te amaré como hasta hoy cada día de vida que me quede por vivir lejos de ti. Pero te juro que volveré a por ti, mi amor, volveré para verte, para sentirte, para soñarte, para poseerte, para vivir al menos un día pleno de amor contigo y morirme luego en tu regazo de gacela temblorosa y breve, mi pequeña Miriam, mi vida.

***

Gema estaba esposada a la cama por manos y pies, formando una aspa. Los zapatos de tacón de aguja y unas bragas de encaje negro eran su única vestimenta, tenía los ojos cubiertos con un antifaz también negro. El pelo rubio desparramado sobre la almohada, la boca de carmín jadeaba, entreabierta, mientras Miriam recorría de nuevo su cuerpo con sus manos pequeñas y pecosas. Se habían amado en silencio durante una eternidad que a Gema se le antojaba ahora demasiado breve. El marido sólo intervino al final, para decir  a Miriam que esposara a Gema a la cama. Así llevaba un buen rato, con Miriam a su lado, besando con dulzura su cara y su pelo, sus pechos y su cuello, su boca reseca, y Gema no apartaba los ojos de ella, mirándola con ternura y gratitud, sin dedicar un sólo pensamiento al marido tullido y mirón.

-Pero he sido yo yo quien te ha buscado, Gema-, recorría despacio su vientre y sus senos con una mano lenta y sinuosa, arrancándole a Gema quejidos y suspiros.

-Tuve miedo Miriam, el correccional me marcó para siempre, no te haces una idea, cariño. Decidí no malear tu vida, quise que fueses feliz-.

-¿Sin ti?-.

-Sin mi-.

-Me casé, Gema, te esperé una eternidad, pero no tuve fuerzas para morir de desesperación. Así que me casé-.

-¿Es el que nos observa?-

-Y nos oye, y nos odia. Hemos hecho el amor delante suya, esa fue mi condición-.

-¿Y cuál fue la suya, vernos follar, tan pervertido es, Miriam? Dime que no eres una desgraciada, cielo mío, dime que te va bien en la vida, dime que se porta bien contigo.

-Me porto bien con ella-, se oyó una voz de hombre, grave y gutural, -demasiado bien, dadas las circunstancias-. Gema oyó un chirriar metálico y una respiración fatigosa que se acercaba.

-La suya te la dirá él mismo, Gema. Yo sólo le pedí estar contigo una vez, sólo eso, y llamarte cariño y mi vida delante suya, y que sufriese nuestro amor en directo, una actuación a puerta cerrada, sólo para él..., y para nosotras-.

-Entiendo-. Gema enmudeció y se tensó de golpe, forcejeó con sus ataduras un instante, como probando su solidez; se quedó quieta de repente.

 -No murió, ¿verdad?-

-No-, Miriam aguantaba las lágrimas.

-¿Por qué con él, Miriam?, podías haberte casado con cualquiera, ¿por qué?, no lo entiendo, pudiendo elegir.-

-No es tan fácil, Gema, la familia de Antonio es muy poderosa, y amiga de la mía de toda la vida, tú lo sabes, por eso Antonio sabía que eras una rival, por eso las peleas y lo que ocurrió luego. Con el tiempo, sus padres fueron presionando a los míos, sobornándolos primero, haciéndoles la vida imposible, más tarde, mi padre quedó sin trabajo, necesitábamos dinero.  Antonio estaba destrozado,  y tras diez años de solitaria amargura, necesitaba una mujer en su vida, y me quería a mí. En mi mano estaba salvar a mi familia y pagar una deuda que desde el principio hice mía: la parálisis de Antonio. Además, me daba lástima, y al fin me casé con él, porque me garantizaba una vida segura y sin sobresaltos. Ahora sólo me importan mis hijos-.

-¡Basta!, ya está bien de charlas, tortilleras. ¡Miriam!, quítale el antifaz-.

Al hacerlo, Miriam acercó su boca a la oreja de Gema, -era la única forma, vida mía, yo sabía que esta vida que llevas acabaría contigo un día u otro, te he seguido la pista desde el correccional, y sufría por ti; así dejaremos de sufrir las dos,  amor mío. Te quiero-, y se separó de Gema, que recibió en los labios una lágrima dulce y caliente.

Gema, ya sin el antifaz, apenas vislumbró la figura de Banderas en la silla de ruedas, que chirrió de nuevo, acercándose más a la cama. Ahora pudo reconocer un remoto parecido entre aquel rostro crispado por el odio que la miraba con anhelo y el del niño que ella dejó inválido en una pelea por amor. Una pistola asomó por debajo de la chaqueta, sostenida por una mano temblorosa que apuntó hacia la cara de Gema.

-Gema Olea, no te puedes imaginar lo que he soñado con este momento-, y el rostro esbozó una sádica sonrisa.

Gema dirigió hacia Miriam sus ojos, ya acostumbrados a la penumbra, y le sonrió.

-Yo también-.

Comentarios

Enrique Páez ha dicho que…
Sigo disfrutando con tus relatos.
Gracias por tu apoyo en estos últimos meses terribles.
Un abrazo, y feliz año
Luis Recuenco ha dicho que…
Lo mismo te deseo, Enrique, aunque comprendo que en estos momentos veas difusa la felicidad.

Un fuerte abrazo

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