En la Tercera República Mundial, después de que los supervivientes al Gran Cataclismo salieran a duras penas de los años oscuros de penuria y hambruna del período de interregno, se prohibió la lectura, la escritura y todo lo que tuviera relación con la adquisición y transmisión de una cultura que fue considerada por el Consejo Republicano como la causa principal del holocausto que terminó con el anterior orden mundial. Por esa razón Ibch Turbok, cuya afición a escribir relatos no era ningún secreto, fue detenido y encarcelado como consecuencia de su insistencia en seguir escribiéndolos a pesar de haber sido amonestado en varias ocasiones por el Supervisor Anticultural de su distrito.
En su celda se dedicó a escribir –no se le permitía tener recado de escritura- sobre las paredes valiéndose de un clavo oxidado que había arrancado del camastro herrumbroso. El alcaide de la prisión ordenó que le arrebatasen cuanto pudiese ser usado como material de escritura. Le vaciaron la celda y tuvo que dormir sobre el frío suelo. Semanas después un guardia lo sorprendió grabando letras sobre la pared con las uñas de su mano derecha. El alcaide decidió que debía dar un castigo ejemplar, así que dio la orden de que le amputasen a Turbok esa mano. Pasó varias semanas convaleciente en la clínica de la cárcel. El alcaide se sentía satisfecho de su ejemplarizante castigo. Pero Turbok, al volver a su celda, se sentó junto a la pared recientemente blanqueada y comenzó a escribir con las uñas de su mano izquierda. Como no podía ser menos, el alcaide se la hizo amputar. De esta manera, Turbok, de una tenacidad inaudita y muy molesta para el alcaide y los superiores del alcaide, se quedó sin pies, le arrancaron los dientes y hasta lo dejaron ciego, porque el alcaide, desesperado por las amonestaciones de sus superiores, se volvió tan obstinado como el propio Turbok, y le dio por pensar que con los ojos podía éste llenar la pared de su celda con letras invisibles que contaran historias, para perdición de la humanidad y de su propio empleo.
Por último, le arrancaron la lengua, para que Turbok no pudiera contarse cuentos a sí mismo en la soledad de su celda. En esas lamentables condiciones nuestro héroe enfermó pronto y su fin no tardaría en llegar, según dictamen del médico de la prisión. Pero aun cuando empeoraba por momentos, una sonrisa beatífica se instaló en su rostro, iluminándolo. Cuando el médico anunció que sólo le quedaban minutos de vida, el alcaide y dos funcionarios acompañaron al doctor para ser testigos, al fin, de la marcha a mejor vida de tan empecinado contador de historias. Un instante antes de morir y siempre con la sonrisa en sus labios, Turbok los movió brevemente, luego dejó caer la cabeza y expiró.
El alcaide preguntó a uno de los funcionarios, experto en leer los labios, si el movimiento final de los de Turbok había sido un simple estertor o quizá había dicho algo comprensible. El funcionario confesó, lívido, que había dicho una palabra. “Y bien, ¿cuál?” preguntó el alcaide. El funcionario respondió: “Fin”.
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