Él era un ejecutivo competente y de éxito, apuesto, de mediana edad. Su camino hacia el éxito nunca se vio entorpecido por la menor vacilación en su seguridad por lograrlo. Había conseguido el destino que, con empeño, decisión y seguridad en sí mismo, deseó a edad temprana. Era un triunfador, en los términos que él mismo y gran parte de la sociedad consideraban que eran los necesarios para ello, sólo que con el aderezo de la vocacionalidad. Deseaba triunfar a toda costa, era ambicioso y nunca sintió escrúpulos para deshacerse del los obstáculos que se pudieran interponer en su camino hacia el triunfo.
Ella era una ejecutiva competente y de éxito, guapa, elegante y con un atractivo natural que, precisamente por serlo, desconcertaba en un mundo machista donde los hombres se iban acostumbrando a competir con mujeres que aceptaran las reglas del juego que ellos dominaban, pero no con las que se mostraban descaradamente sinceras, sin sentirse obligadas a obedecer unas reglas que no entendían. Estaba en una edad que no hacía justicia al encanto juvenil que rebosaba. Encontró el éxito sin proponérselo, porque en realidad no sabía en qué consistía. Se movía con una descarada osadía en un mundo de hombres con los que competía sin ser consciente de los rencores que despertaba, extraña a los entresijos de una guerra de la nunca fue consciente. Iba a lo suyo y conquistó un alto cargo en una empresa de renombre y una reputación a la que era ajena por completo. Jamás se desprendió de la candidez del colegio de monjas donde pasó su adolescencia, aunque alcanzó contra pronóstico una posición social para la que no le prepararon en ese internado, pero al que su instinto de triunfadora sensible la dirigió.
Un pub céntrico de última copa antes de la cena, para ejecutivos. Música relajante, luces tenues y un camarero confidente de mil mentiras, confesor al alba de mil pecados nunca absueltos.
Coincidieron, se miraron detenidamente, y mientras él rebuscaba una frase deslumbrante para romper el hielo, fiel a un ritual que por recurrente era cansino, ella se dirigió a los lavabos dirigiéndole una sonrisa que él no dudó en calificar como de sumisión. Había conquistado la fortaleza sin necesidad de asedio. Otra muesca en su revólver.
Cuando ella regresó él tenía preparado cada detalle, cada palabra, cada mirada, cada sonrisa ladeada y socarrona, como dice Serrat que son las de Clark Gable. Por eso no supo reaccionar cuando ella, con ademanes delicados y una sonrisa hechicera, sacó la pistola del bolso y le atravesó la cabeza con un bala del veintidós que le entró por la frente y le salió por la nunca.
La sorpresa que había en su mirada moribunda no la sorprendió a ella, preparada desde su adolescencia para la ocasión. Había culminado felizmente su deseo de toda la vida y para lo que se había preparado con esforzado esmero: acabar con la vida de un hijo de puta, de cualquier hijo de puta, de los que te internan en colegios de monjas y luego te chulean en el trabajo. Con dos cojones.
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