Salomé entró en la sala llevando una bandeja sostenida con la palma de la mano izquierda. En ella reposaba la cabeza del bautista, con los ojos abiertos, incrédulos, y la lengua por fuera de los labios, como lamiéndose la barba. Salomé avanzó hacia Herodes con la cabeza humillada y mirando al suelo. Al llegar frente a él, alzó los ojos y le miró.
-Esta es la cabeza que te pedí como deseo. Ya estoy satisfecha. Y también mi madre Herodías. Te doy las gracias con humildad, mi señor, y te pido permiso para colgar esta cabeza a las puertas de la ciudad. Para que los seguidores del bautista conozcan el destino de los que se creen elegidos. Mi madre y yo te lo agradeceremos por siempre.
-¿Y tú, Salomé, qué sientes?
-Eterna gratitud hacia vos, señor.
-Digo en el fondo de tu alma.
-Melancolía.
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