“No debes torturarte de ese modo, Aníbal,” repetía el doctor, “es un proceso lento y no siempre hay garantías de una completa recuperación. Tienes que asumir que puede que haya partes de tu pasado, de tu vida anterior al accidente, que tal vez nunca vuelvan a tu memoria. El olvido no tiene por qué ser trágico. Nuestra mente, en ocasiones, se niega a recordar sucesos traumáticos del pasado que sólo nos pueden causar dolor. Confía en ti mismo y date tiempo, verás como con el tiempo recuperas tu vida.”
Recuperar su vida. Al principio de regresar a casa tras largos meses internado, le parecía imposible que hubiese tenido una vida. No recordaba, tenía amnesia por culpa del naufragio, aquel pavoroso naufragio que le había trastornado la mente; y había tenido suerte, según los médicos, se había salvado de milagro, fue el único superviviente. Pero ya estaba en casa y aquella mujer que le llamaba ‘querido’ y aquellos gemelos que le llamaban ‘papi’ eran unos desconocidos para él. Cada día sin recordar era una agonía. Vivir entre desconocidos que, sin embargo, le amaban, que eran su familia. ¡Dios, qué impotencia!
Pero el reposo y la tranquilidad le fueron devolviendo la memoria. Cada día recuperaba un trozo nuevo de su vida y se entusiasmaba. La tarde que recordó a su mujer, los días de noviazgo, la boda, el embarazo, el parto de los gemelos…, ese día fue un regalo del cielo. Por primera vez en mucho tiempo fue feliz. Le contaba sus progresos al doctor con la ilusión del que ha burlado a la muerte, del que ha regresado a la vida tras escapar de las garras de las tinieblas. Ahora no se conformaba con el progreso experimentado, que había superado las expectativas de los médicos. Ahora lo quería todo, toda su vida anterior, cada detalle, cada mirada, cada suspiro. Había algo que aún no lograba recordar, algo importante, muy importante, algo que le había causado un miedo mayor que el de sus compañeros de naufragio habían sufrido, que le obligó a cuidar de ellos para no quedarse solo, porque entonces moriría. ¡Tenía que recordar!
El doctor le había dicho que, en ocasiones, revivir la experiencia traumática ayudaba a recuperar los recuerdos, “pero, claro”, dijo el doctor sonriendo, “no podría usted repetir el naufragio por mucho que lo deseara”. ¿Lo deseaba? ¿Arriesgaría otra vez la vida por recuperar hasta el último de sus recuerdos? Pero no era un recuerdo corriente el que le atormentaba, se trataba de algo de especial importancia, algo vital que le había atormentado durante los largos días en aquella balsa a la deriva, mientras veía morir, uno a uno, a los otros náufragos, algo que sólo él sabía, que a nadie había contado jamás.
Tomó una decisión. Cerca del pueblo había unos acantilados que se extendían varios kilómetros a lo largo de la costa. Al fondo, un mar profundo y sin orillas acariciaba la pared de roca. No había corrientes y la marea era suave. Si saltaba desde el centro de aquellos acantilados debería nadar dos o tres kilómetros hasta la playa más cercana. Era la distancia justa, lo suficientemente extensa para cansarlo casi hasta la extenuación, para hacerle quizá revivir el pánico que sintió durante el naufragio y saber, saber por fin. Y, después, tal vez olvidar plácidamente, feliz del todo en su hogar, con su familia, sin más sombras en su vida.
Al día siguiente se levantó temprano, tomó un desayuno calórico y se dirigió en su coche hacia los acantilados. Se puso el bañador y se situó en el borde del farallón. El dorado amanecer le saludó desde el horizonte. Tomó aire y cerró los ojos. Saltó. Un segundo después, un alarido atroz desgarró el tibio silencio del alba. De golpe, había recordado. No sabía nadar.
Comentarios