Nacemos y morimos en completa soledad. Así ha sido desde que el mundo existe y así habrá de ser hasta que se extinga. Somos apenas una pequeña mota de polvo en el universo, una especie ignorante y engreída que trata de ocultar su miedo intentando creerse neciamente el ombligo de cuanto existe, de lo infinito y de lo eterno, cuando nuestras estrechas mentes ni siquiera tienen capacidad para entender esos conceptos en toda su extensión. Nuestro limitado entendimiento está condicionado por el espacio y el tiempo de tal modo que no podemos ni siquiera intentar atisbar un concepto que carezca de estas dimensiones, que las desborde o las omita, que exista al margen de ellas. Somos, lo queramos o no, para bien o para mal, espacio y somos tiempo y al igual que el ciego es, en esencia, oscuridad, en la que vive y de la que se nutre y no es capaz, por grande que sea el esfuerzo que haga, de entender qué cosa es un color, de qué está hecho y qué apariencia tiene, y al que debe indefectiblemente aproximarse sólo a través de sus otros sentidos, que no han sido concebidos para comprender, para descifrar aquello para lo que sólo la vista ha sido creada, así los hombres sólo podemos acercarnos al concepto de infinitud y al de eternidad, desde nuestra esencial limitación de seres finitos y temporales, con un espacio y un tiempo escasos y caducos en la triste y breve singladura de nuestras vidas.
Somos, ya lo he dicho, engreídos y vanidosos; tratamos de alcanzar lo para nosotros inalcanzable a través de vanos intentos infantiles que, como palos de ciego, yerran de continuo su objetivo y sólo de cuando en cuando y por puro azar se produce algo parecido a un acierto y entonces enunciamos una pomposa teoría física o matemática o geológica o incluso humanística que nos pone, al menos durante un tiempo, a salvo de la ignorancia que es nuestro destino y también nuestra desdicha, porque tenemos un miedo atávico y demencial a lo desconocido. Somos pues cobardes porque somos primero ignorantes, la ignorancia inconscientemente sabida nos causa temor y nos negamos, generación tras generación, vida tras vida, a admitir este simple hecho con todas sus consecuencias porque tememos que entonces pondríamos fin a nuestra esperanza, tal vez el único motor de nuestras vidas como personas, como entes individuales y diferenciados y, quizá, de nuestra vida, de nuestra supervivencia y de nuestro desarrollo como especie. Resultamos patéticos; nuestros estériles intentos por comprender, teniendo la sola ventaja de mantenernos ocupados y alimentar una más que dudosamente útil o beneficiosa voluntad de sentido vital, nos condenan, por el contrario, a una perpetua frustración cada vez que, inevitablemente, acabamos tropezando con nuestras evidentes limitaciones. Así ha sido desde que el mundo existe y así será hasta que se extinga o nos extingamos nosotros, que para el caso es lo mismo.
Y la única verdad sigue siendo que nacemos y morimos en soledad, sin la tan buscada y no por ello encontrada compañía que anhelamos en la vida: de otra persona, de un animal, de un dios, de un demonio, de un amor, de un odio, de una triste y balsámica sonrisa que nos deslumbre y nos reconforte entre la amalgama de seres vagabundos y desamparados como nosotros mismos que nos rodea sin percibir nuestra presencia al igual que nosotros no percibimos la de ellos; rodeados de congéneres por todas partes, no somos conscientes de ello hasta que un milagro o una fatalidad nos acerca y nos une o nos enfrenta; somos ciegos en una tierra de videntes que no ven, que no saben ver, y todos esos fútiles y vanidosos intentos por saber, por conocer, por encontrar una razón, un porqué, son antepuestos estólidamente a la mera voluntad de acercar una mano para tocar y palpar, o nuestro rostro para oler y para lamer y para escuchar, para conocer con los otros sentidos además de con la vista, a seres que como nosotros deambulan perdidos por el tiempo y el espacio que les ha tocado en suerte, que inauguraron con el nacimiento y que abandonarán con la muerte. Perseguimos lo infinito y lo eterno, pero nos rechazamos a nosotros mismos, a los de nuestra especie, a la gente con la que vivimos, con la compartimos espacio y tiempo, y sudor y lágrimas, y desconcierto y dudas, e ignorancia y miedo. Somos patéticos, seres tristes que al final se mueren dejando apenas una leve huella que el tiempo habrá de borrar.
“Ya puede cortar el cordón umbilical, enfermera”.
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