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La fórmula

En un día cualquiera de cualquier siglo del medioevo tiene lugar, en el salón principal del suntuoso palacio, donde dormita en un dorado sitial rematado por dosel, arrebujado en su manto de terciopelo, el dueño y señor del palacio y de los terrenos que lo circundan hasta donde la vista alcanza y mucho más allá, el siguiente diálogo entre tan presumiblemente encumbrado personaje y el demacrado judío que irrumpe dando alaridos en la habitación con el consiguiente sobresalto del cuasidurmiente.

-¡Egregio mecenas! ¡Señor mío! ¡La he encontrado! ¡Por fin la he encontrado!
-¿El qué?
-Mi sueño y el tuyo, mi señor. Nada menos que la fórmula que transmuta todos los elementos en oro. El artilugio para realizar el prodigio no es de difícil construcción, según he calculado; pero la substancia que le proporcione energía para que funcione me la habrás de proporcionar tú, sire.
-¿Y cuál es?
-Oro.

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