Como cada Semana Santa, la lluvia ahoga las saetas y anega las calles de mi ciudad. A los visitantes les cae como un jarro de agua fría y habrán de esperar otra vez al año próximo para calentar en la playa los cuerpos maltratados por inacabables noches de parranda. Algunos tronos no podrán salir y los feligreses locales, resignadamente decepcionados, gozarán de todo un año para reponerse del varapalo frecuentando piadosamente la iglesia, el bar, o ambos sacrosantos lugares. Nunca llueve a gusto de todos, dice el tópico, pero aquí el enojo que produce la lluvia semanasantera es un sentimiento generalizado, tal vez lo único en lo que están de acuerdo todos los ciudadanos, de modo que lo que quita en ardor religioso lo pone en concordia democrática. Y todos descontentos.
Parece que el mundo presenta indicios de cambio, lo que siempre es una buena noticia a la vista del rumbo que lleva desde que los humanos lo dirigen –con alarmante férrea mano y escaso juicio desde la revolución industrial del siglo XVIII, para poner coordenadas y centrar nuestro momento histórico-. Las elecciones primarias que se celebran en los Estados Unidos son fiel reflejo de dicho cambio. ¿Una mujer y un negro con opciones de alcanzar la presidencia? Atónito estoy, no doy crédito, alobado, vamos. Aunque parece que el voto latino pesa más que en otras ocasiones, no creo que sea razón suficiente para explicar este hecho. Algo visceral está sufriendo una transformación en el seno de la sociedad norteamericana, que es decir la civilización occidental. Y ese algo a lo mejor no será conocido hasta que el tiempo y los exegetas de la historia pongan los puntos sobre las íes del actual panorama sociológico; y a lo mejor eso puede demorarse decenios, tal vez siglos. De momento no puedo d
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