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Mostrando entradas de marzo, 2008

Malditas operadoras

Vivimos en un estado de derecho y estamos acostumbrados a pedir responsabilidades a los organismos que dicho estado democrático habilita para que los ciudadanos expongan sus quejas, protegiéndolos así de los atropellos impunes que ciertas compañías de primera necesidad (energéticas, telefonía, etc) vienen cometiendo –bien que con una flamante y nueva piel de cordero más acorde con estos tiempos de persuasiva mentira publicitaria- desde hace lustros. El problema es que esos organismos pensados para tramitar las quejas de la ciudadanía no son todo lo diligentes que sería deseable, o peor, ellos mismos se han burocratizado y convertido en otra pieza del mismo engranaje usurpador de libertades que en un principio tenían por misión combatir. Llevo casi dos semanas sin Internet y cuando reclamo, me siguen contando el mismo cuento de hace veinte años (no en lo referente a Internet, entonces no existía): que si son los técnicos, que ya se sabe cómo son, que si hay saturación en las líneas, etc

Pequeños demonios

Los padres suelen encontrar en sus hijos el faro de sus vidas. Tal vez por eso hay tanto padre desnortado cuando, al paso del tiempo, sus retoños pierden la luz y se pasan al lado oscuro. Los hay precoces en dicho viraje de rumbo, y con sólo unos añitos se desprenden del aura de querubines y les salen cuernos y rabo, se arman con tridentes y eructan vaharadas flamígeras que huelen a azufre. Se les conoce como pequeños hijos de puta, aunque las madres no siempre participen, al menos de modo activo y consciente, en la maquiavélica conversión, y no sean por tanto merecedoras de tan zahiriente calificativo. Ocupa la habitación contigua a la mía un matrimonio con un pequeño, ya converso, que no cesa de transgredir con sus berridos el límite permitido de decibelios. Habría que multarlo, o quitarle al menos puntos, a descontar, es un poner, de los créditos de su futura carrera, o de su poco probable y también futura paz conyugal. O simplemente, habría que darle dos hostias, por bárbaro y por

Novela histórica

Desde mi hotelito en la serranía de Ronda trato de ahuyentar el espíritu incómodo de mi pertinaz alergia. No lo consigo del todo, pero me distraigo leyendo a Mújica Láinez y sus soberbias novelas históricas, plenas de acierto literario y de fidelidad a lo acontecido -de toda la fidelidad que un saber, el histórico, tan escurridizo como propenso a la malicia testimonial permite-, me sumerjo en sus páginas hechiceras y huyo del tiempo, buceo a pulmón en ignotas simas históricas y recupero aconteceres dignos de ser rescatados del olvido de los mostrencos del zapping y la play station. Yo de mayor quiero ser escritor de historia novelada, o novelesca, como Thorton Wilder, o Margarite Yourcenar, o Mika Waltari, o Gore Vidal; o, por supuesto, el mismo Mújica. Una novela histórica debe ser, para ser buena, ante todo una novela bien escrita y no, como sucede a menudo desde que se puso este género de moda, una amalgama de datos y sucesos pasados más o menos hilvanados por una trama de pésima ca

La lluvia

Como cada Semana Santa, la lluvia ahoga las saetas y anega las calles de mi ciudad. A los visitantes les cae como un jarro de agua fría y habrán de esperar otra vez al año próximo para calentar en la playa los cuerpos maltratados por inacabables noches de parranda. Algunos tronos no podrán salir y los feligreses locales, resignadamente decepcionados, gozarán de todo un año para reponerse del varapalo frecuentando piadosamente la iglesia, el bar, o ambos sacrosantos lugares. Nunca llueve a gusto de todos, dice el tópico, pero aquí el enojo que produce la lluvia semanasantera es un sentimiento generalizado, tal vez lo único en lo que están de acuerdo todos los ciudadanos, de modo que lo que quita en ardor religioso lo pone en concordia democrática. Y todos descontentos.

Cokito

T engo una ratita que se llama Cokito. Es menuda y bonita, con pelo sedoso y sonrisa cantarina de jilguero. Sus ojos luminosos irradian alegría y su mirada es bondadosa y agradecida. Cuando veo la tele ella se acomoda en el sofá, siempre cerca de mí, y mueve sus manitas sin parar, como si estuviese tejiendo. A veces siento un agradable calor y la miro con el rabillo del ojo: ella me está mirando embelesada y amorosa, y yo me siento mejor persona. Soy afortunado de que se haya fijado en mí y de que le guste estar a mi lado. Ella me hace crecer por dentro y me siento seguro cuando estoy a su lado. Su alma es frágil, así que es muy fácil hacerle daño. Entonces, lágrimas de seda resbalan por su bonita mejilla y yo daría media vida por hacerlas desaparecer. Hoy es su cumpleaños y, como soy un desastre, no le he regalado nada. Ella no me lo tendrá en cuenta: me quiere tal como soy. ¡Feliz cumpleaños, Cokito! Gracias por existir, gracias por elegirme, gracias por tu eterna sonrisa. “La muje

Yo y yo

Los humanos, cuando crees que su crueldad no conoce otros límites que los del hastío que acaba por producirles tanto esfuerzo por hacerse daño, te sorprenden con gestos tan opuestos a lo atroz en el espectro moral que podría pensarse que hay dos personalidades distintas, dos grupos sociales contrarios en el seno de cada persona y de cada sociedad, respectivamente. Y no le faltaría razón a dicho postulado, porque pareciera que alguien depositó en el alma atávica, tanto singular como grupal, del hombre y de sus colectividades, dos semillas diferentes que al germinar otorgaran a un mismo organismo la capacidad para lo mejor y para lo peor. Según el psiquiatra Víktor Frankl, que sufrió durante años la crueldad de un campo de concentración nazi -y la pérdida, a manos de ellos, de su seres más queridos-, un oficial de la Gestapo de afamada crueldad con los prisioneros a su cargo vivió los últimos años de su vida dedicado a procurar el bienestar del pueblo argentino que sin saberlo lo albergó

La fantasma

El otro día tuve un extraño sueño. Soñé que iba en coche por una revirada carretera de montaña en medio de una bruma que dificultaba la visión. Suaves copos de nieve caían sobre el parabrisas. El coche lo conducía mi amiga, digamos Gema, el nombre no importa. De repente, una curva mal calculada hizo patinar al vehículo, que derrapó y chocó contra el guardabarreras, rompiéndolo y precipitándonos por una pendiente hasta el fondo de un barranco. No sé cuántas vueltas dimos, pero, tras un breve período de inconsciencia, tuve la certeza de que estaba muerto, de que mi nueva realidad, lo que ahora veía y sentía y palpaba, no lo experimentaba como Bvalltu, sino como el fantasma que en que me había convertido en un instante. Curiosamente no sentí miedo, sólo sorpresa y una vaga sensación de alivio: morir, después de todo, no era para tanto. De inmediato me preocupé por Gema, que parecía malherida. Salió ensangrentada del vehículo y comenzó a subir, a trepar más bien, por la escarpada pendient
Sólo una catástrofe de dimensiones apocalípticas me haría renunciar a dos cosas. Embelesarme con mi lechón-ternero, mi Mae West preferiada y mi Julian Sorel particular sería una. De la otra no me acuerdo. “Sed buenos y pensad en vuestro padres, cabrones”. Recuenco, Luis. 

Paridas

Hay una golondrina que me adormece con sus piruetas hipnotizadoras. El cartero siempre llama dos veces, pero jamás le he abierto. Sandokán desaparece bajo un sedoso tigre bengalí para mostrarse de nuevo, tras un interminable revolcón, fiero y vencedor, encima del felino y presto a penetrar su corazón   con su daga curva. Torrebruno, oculto tras una guitarra de proporciones que le exceden, seduce a un público improbable con voz atiplada y peluquín mal ajustado. Yamamoto se hace el harakiri con una pluma de avestruz donante de plumas para escritores en crisis o reinotas decadentes. Nunca estuve en el polo norte por más que vea cada día la aurora boreal. Los caballos no corren más porque en tu apuesta te vaya la vida. Siempre hay una cueva para refugiarse durante la tormenta, incluso antes de que necesites refugio para un chaparrón que aún no se ha anunciado. Bambi seduce al Lobo Feroz y Caperucita, cabreada, le envía a Mowgli un email con su versión de la historia distorsionada por los

Sociedades vivas

Al parecer, la sociedad, que, según el diccionario, se define como ‘el   conjunto de personas que se relacionan entre sí, de acuerdo a unas determinadas reglas de organización jurídicas y consuetudinarias, y que comparten una misma cultura o civilización en un espacio o un tiempo determinados’ se comporta como un ente vivo, al margen de sus componentes primarios y, a su escala, indiferenciados –los seres humanos- y ejerce su voluntad de existencia y sigue su propio periplo vital. Así, por las buenas, sin necesidad de consultar a ninguna de sus células –que son, por definición, indistintas a esa escala- ni reparar en el empaque ni en las prerrogativas de éstas. No tiene en cuenta ni le importa un comino la opinión de, por ejemplo, George Bush, ni en el improbable caso de que éste tuviese luces y/o clarividencia para advertir la existencia de un ser de esta naturaleza y –presa del miedo transformado en furor fundamentalista- ordenase recluírlo en Guantánamo, por si las moscas. Hay, ha

Entre alienígenas

  Esta mañana me ha telefoneado E.T. desde su casa, situada en una remota galaxia. Quería saber qué tal les va a los niños a los que con tanto amor recomendó hace años que fuesen buenos. Es decir, Drew Barrymore y el de las orejas. Le aclaro que la limitada capacidad telequinésica y de proceso de datos -en órdenes de magnitud superiores a la tercera potencia- del cerebro humano no da para un conocimiento exhaustivo de la vida y andanzas de cada habitante de este planeta, como ocurre en su mundo o en el mío, así que hay que recurrir a lo que aquí se denomina ‘medios de comunicación’, que no siempre suministran noticias exentas de supresiones o añadidos, cuando no de alteraciones tremebundas, debido a ciertos intereses de índole turbia que los editores suelen introducir –bien que con letra pequeña o incluso con tinta invisible- en el código deontológico cuyas conductas gobierna. Según estos medios de dudosa verosimilitud –insisto- Drew dedicó su adolescencia a visitar centros de rehabi

Autoayuda II

Jaime era un ser infeliz. Lo había sido toda su vida. Un día se decidió a comprar un libro de autoayuda del que había oído hablar. Lo leyó con desesperada atención, como un náufrago se aferra a una tabla en el mar, suplicando para sus adentros que aquel libro no fuese un fraude y le ayudase a dejar de sufrir inútilmente. Porque Jaime sufría por nada, no había motivo aparente: simplemente no era feliz, se sentía el más desgraciado de los hombres. Siguió con tenaz obediencia cada uno de los consejos del libro. Se libró primero de su miedo a cambiar, preparándose así para remodelar la estructura de su mente lastrada de prejuicios, que según el libro eran los causantes de su desgracia. Hizo ejercicios de relajación para superar su ansiedad, de la que se fue deshaciendo poco a poco. Superó su pánico al rechazo social, lo que elevó de inmediato su autoestima. Dejó de lamentarse por los errores del pasado y eso le proporcionó tranquilidad de conciencia. Se liberó de la preocupación por el f

Autoayuda

El humano es un ser que ansía la felicidad. El problema es que no sabe cómo conseguirla. Desde el tratado “La conquista de la felicidad” de Bertrand Russell, cientos de libros han sido publicados sobre el tema, cada uno con su fórmula particular para obtener tan preciado bien. Sus recetas abarcan un amplio espectro de soluciones que oscilan entre el “tú puedes conseguirlo con la suficiente voluntad y un poco de ayuda”   y el “acéptate a ti mismo y a tu circunstancia”. El primero apela a la posibilidad de elegir y por tanto de luchar contra las adversidades que posee el ser humano, animándole a cambiar lo que no le guste tanto de sí mismo como de su entorno –pero sobre todo lo primero, es evidente-, mientras el segundo postula que si rebajamos nuestras expectativas vitales y nos conformamos con lo que hay seremos más felices –muy en consonancia con los postulados de la religión cristiana-. La mayoría de los tratados se sitúan en una posición intermedia; se les conoce como “libros de a

El samurai poeta

El guerrero samurai se presentó, como cada noche, en la explanada que había delante de la mansión e hizo frente con su katana a siete nuevos adversarios, previamente retados y emplazados en aquél sitio y aquella hora para darles la oportunidad de lavar las afrentas que él mismo les había causado por la mañana sin otro motivo que el de poder retarles y luchar frente a aquella casa. Como cada noche, el guerrero samurai los decapitó tras una breve lucha en la que impuso su destreza de luchador infatigable, vencedor en mil batallas. Su mirada refulgió a través de los agujeros de su kabuto y se dirigió impasible hacia la ventana de la casa en la que se dibujaba a contraluz la figura esbelta de la geisha. Al advertirlo, la geisha bajó la vista, corrió la cortina y apagó la luz. El guerrero montó en su caballo y, como cada noche, desapareció en la oscuridad con el corazón traspasado por una lanza de desesperación. Intocable para cualquier enemigo, era víctima del desaire continuado de aquel

Una muerte provechosa

Cuando el médico le dijo a Víctor que le quedaban seis meses de vida, él decidió que no sería tanto. Volvió a casa, cogió su Kodak P712, llenó la mochila de los viajes y tomó un avión rumbo a Oslo para desde allí volar en otro más pequeño hasta las islas Svalbard, situadas más arriba del círculo polar ártico, para fotografiar focas y osos polares. En su web personal aparecían nuevas fotos cada día en las que se observaban enormes osos cubiertos de largos mantos de pelo blanco. Si uno se fijaba con atención, la distancia a que eran tomadas las fotografías se acortaba día a día con temeridad. Isabel llevaba años bebiendo a solas en casa, rodeada de gatos y de penas. Su única conexión con el mundo, aparte del recadero que le llevaba a casa cada semana una caja con botellas y una bolsa con latas de sardina y pan de molde, eran las horas que, cuando el alcohol se lo permitía, dedicaba a navegar por internet. Por casualidad, un día entró en la web de un fotógrafo y quedó fascinada con la co