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La familia Duplo




Yo los llamo la ‘familia duplo’. Son un matrimonio con dos hijos, dos perros, dos coches y, entre los dos, se fuman dos paquetes de cigarrillos al día, con dos cojones. Viven al otro lado de una torre árabe que hay junto a mi casa. La hija se llama María y tiene indudables dotes para la interpretación, cada día se disfraza de un personaje diferente –Blancanieves, Caperucita, la Bella Durmiente, todos los que requieran una belleza natural que sin duda ella posee-, es vanidosa, parlanchina y está encantada consigo misma. Será quizá una buena actriz o una excelente relaciones públicas o directora comercial, quién sabe. El hijo se llama Julián y parece más tranquilo, aunque coge alguna rabieta de cuando en cuando. Juega al golf y ha ganado algún torneo, creo. Será larguirucho y desgarbado de adolescente, y sus maneras permiten suponer que de adulto se conducirá con rectitud y prudencia en aquello a lo que se dedique, aunque ahora le ha dado por llevar el pelo en forma de cresta de gallo, así que me parece que atraviesa por ese período vital en que toda persona necesita que comiencen a darle collejas. La madre se llama Ana y sólo deja el móvil para que su esteticista la ponga todavía más guapa. No lo comprendo, es como poner a dieta a una persona anoréxica, pero ella sabrá. El padre se llama Ignacio y temo coincidir con él porque me cose a preguntas, quiere saberlo todo –pero aún no ha descubierto que soy un alienígena- y ninguna técnica disuasoria le impide continuar su interrogatorio. A veces me dan ganas de decirle: vete a correr una maratón o algo, hombre, con tanta preguntita. He pensado en invitarles a comer algún día, pero me da miedo de que lo tomen por costumbre y me vea obligado a compartir con ellos mesa a diario, ¡qué horror! Juntos se les ve felices, ¿lo serán? Lo son. Aunque ellos son humanos y yo no, los quiero como si fueran de mi familia. O, simplemente, los quiero.

Es intrigante que justo cuando el sueño me va envolviendo y me encuentro en ese estado de duermevela tan placentero como equívoco -¿estaré ya dormido o aún me queda conciencia?- acudan a mi mente excelentes ideas para escribir. De hecho, en muchas ocasiones me dicto mentalmente lo que pondría por escrito y me digo que debería levantarme y escribirlo de verdad para que esas palabras no se esfumen con el sueño. Pero luego me da pereza y me quedo dormido, y al día siguiente siempre me despierto preguntándome: ¿Qué sería aquello que anoche me vino a la mente y no consigo recordar ahora? Una putada, vamos.


 

“Hay que ver las ganas que entran de leer cuando tienes que sentarte a escribir”. Bryce Echenique, Alfredo

 

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