Llueve detrás de los cristales, y contemplar las gotas de lluvia me provoca un estado de añoranza y un ánimo nostálgico. Busco entre los recuerdos de mi subconsciente atávico, de mi Yo heredado del Ello galáctico, pero no hallo ninguno que encierre una clase de sentimientos como los que hoy experimento; son recuerdos fríos, vacuos o inhóspitos, muy comunes entre los individuos de mi especie, según me ha confesado mi madre cuando, ya sin soportar un solo minuto más de desasosiego -¿por qué la lluvia produce desasosiego?- me he puesto en contacto mental con ella para conversar. Separados por cientos de años luz, una distancia insalvable para la tecnología de los humanos, ella siempre está dispuesta a la conversación, y aunque haya secretos que no puede revelarme –se lo tienen prohibido y la vigilan-, su consejo y ánimo maternal me consuelan cuando lo necesito. No es que mi especie consista en un atajo de bordes, sino que la evolución, a través de los eones, nos ha protegido confiriéndonos una neutralidad emocional que nos sirve de coraza protectora. ¡Qué ridiculez!, hablo de nosotros cuando ni los conozco ni los he visto, no sé qué apariencia tienen y sólo lo que mi madre me cuenta me sirve de referencia. Pero me basta para saber que somos muy superiores a los humanos. Aunque debo callar cuando estoy entre estos, no sea que algo se me escape, un dato inoportuno, una referencia extemporánea, una pista que ponga en marcha la mente maquiavélica –tal vez sólo deductiva- de algún humano. Sólo ese silencio pertinaz, ese ostracismo obstinado, me han salvado hasta hoy de la hoguera que a lo largo de los siglos estas gentes rencorosas han ido reservando para las minorías y los desvalidos -¡qué no harían con un alienígena!.
Vivo –no lo he dicho hasta ahora- en un pueblo marinero del sur de España. Aquí la vida es apacible y sosegada -la bonanza climática la propicia- y sus gentes son amigables y hospitalarias. Hace veinte años lo habitaban los marineros y cuatro gatos; hoy es una potencia inmobiliaria que no han desaprovechado las constructoras, convirtiéndolo en una mezcla de ciudad dormitorio de otra mucho mayor y lugar de veraneo donde tener una vivienda junto al mar. En verano no hay quien viva, aunque en invierno siguen transitando con parsimonia por el paseo marítimo los abueletes y los residentes de todo el año, mezclados con algún que otro guiri.
El mar, qué maravilla. Por más que se lo describo a mi madre no logro que cuaje el concepto –menos aún la imagen- en su mente. El mar me ha sosegado durante décadas y cada día me levanto con el sol, que me lo desvela con lentitud según asciende en el horizonte, siempre igual y siempre diferente, una alegoría del universo entero y un bálsamo para el espíritu.
"Una vez se deja de lado la integridad, lo demás es fácil." Murphy, Ley de
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